Hasta abril de este año muchos pensábamos que el Partido Socialista era el partido serio de la izquierda, el que todavía conservaba ideales, el más honrado. Uno no se imaginaba a los socialistas haciendo trampas para lucrar con una universidad o con conductas al estilo de algunos parlamentarios del PPD. Los socialistas eran distintos.
Ciertamente los socialistas distaban de ser perfectos. En especial, resultaba desagradable el constante tonillo de superioridad moral con que se paseaban por la vida política nacional. No obstante, los demás ciudadanos perdonábamos su arrogancia porque le reconocíamos virtudes evidentes: ¿qué partido podía exhibir méritos tan grandes como el haber pasado de proclamar la legitimidad de la vía armada a constituirse en artífice de una transición muy exitosa, con paz social y progreso económico? Tenían plata, por supuesto (y era legítimo que la invirtieran en el mercado), pero se trataba de un dinero ganado con dolor. En especial nos conmovían sus sentidas advertencias en orden a separar la política y los negocios.
En abril, sin embargo, nuestra fe en la integridad socialista sufrió un quebranto. Reemplazar a Lagos por Guillier no constituyó una muestra de especial nobleza política. Pero lo entendimos: para unos era un ajuste de cuentas con el ex Presidente y, aunque la venganza nunca es buena ni se justifica, es al menos comprensible. En otros casos, el apoyo al candidato comodín se explicaba por cálculos electorales, lo que tampoco parece muy elegante, pero respondía al deseo de mantenerse en el poder, de conservar los empleos, de no sufrir la humillación de perder por segunda vez con la derecha, y eso todavía se entiende.
Ahora todo ha cambiado. Bastó un reportaje periodístico para que supiéramos de la gran mentira: detrás de la prédica puritana había una trastienda que escondía cosas muy feas. Y no correspondían a un momento de debilidad, de esos que todo el mundo puede tener, sino que obedecían a un programa diseñado, mantenido, conocido y aprobado por sus autoridades a lo largo de muchos años.
¿Qué pensarán hoy sus militantes? ¿Qué habrían dicho si, en una reunión partidaria se les hubiera consultado siquiera sobre una de las más pequeñas de esas operaciones?
Lo peor, sin embargo, no son las cosas que pasaron. Más grave es la reacción de algunos dirigentes. No han tenido el valor de responder como un buen hipócrita cuando es descubierto: no se han puesto colorados ni han farfullado un par de frases para pedir perdón, aunque no suenen muy sinceras. Ellos han elegido el camino del cinismo, y con la mayor de las desvergüenzas hoy señalan que a lo más se trata de un error técnico, pero no reconocen nada malo en lo que hicieron.
¿Es esa la explicación que dan a sus militantes, a su historia, a sus muertos? Con lágrimas en los ojos, la ex presidenta de la Juventud Socialista decía: "agradezco que mi mamá no esté viva, para que no vea en qué se transformó su partido". Todo esto es muy triste.
Cabe, por cierto, que no sea desvergüenza. Es posible que piensen que fue un acto de genuina responsabilidad política, para asegurar el bien del partido independientemente de los medios. Entonces nos hallaríamos ante un caso de completa subversión del sentido moral más corriente. Quizá esa conducta esté emparentada con el complejo de superioridad moral al que antes aludía. Esas serían personas que, como sienten que están muy sobre nosotros, consideran que las normas morales o legales no se les aplican, que son sólo para la gente corriente.
Así, la causa socialista sería tan sagrada que justificaría turbios manejos económicos, como ayer validó la lucha armada. La única condición es que nadie se enriquezca en la pasada: los beneficios deben ir exclusivamente a favor del partido. De este modo, podemos tener gente que, a nivel personal, mantiene una actitud de escrupuloso cuidado en materia económica, pero que se siente dispensada de toda regla cuando se integra a una agrupación que se presenta como la quintaesencia de la moralidad.
No me alegro por la corrupción del socialismo. Me temo que cualquier cosa que venga en su reemplazo será mucho peor. Despechados ante esta traición, sus militantes estarán ahora a merced de cualquier aventurero capaz de seducirlos, aunque su proyecto sea tan disparatado como el del Frente Amplio.