Escribo estas líneas para expresarle a la familia mi sentido pésame por el fallecimiento de don Agustín Edwards. A pesar de que no conocí personalmente a don Agustín, quiero compartir con usted algunas reflexiones.
En estos diez años como columnista del diario, nunca recibí ningún tipo de presión ni directa ni indirecta por mis opiniones vertidas en la página editorial del diario; y, a pesar de que muchas veces sé que algunas de esas opiniones pudieron ser muy distantes -a veces diametralmente opuestas- de las de la dirección del diario y de las de su dueño, se me ha respetado mi libertad como columnista de una manera impecable, y yo diría casi asombrosa. Y lo digo, porque sé de experiencias en el sentido contrario sufridas por periodistas en otros medios escritos que se han vanagloriado de ser más pluralistas que "El Mercurio".
Yo mismo, en otros medios de comunicación donde he tenido tribuna -y en medios aparentemente independientes y libres-, he sufrido presiones directas o indirectas, llamados, señales de preocupación por alguna opinión emitida. Nada más inaceptable para un comunicador que sentir esa presión.
En "El Mercurio", nada de eso ocurrió conmigo en estos diez años. Esta es por lo menos mi experiencia. Cuando comencé a escribir en "El Mercurio", muchos me advirtieron que iba a ser difícil sostener mi independencia en el corazón del diario, es decir, la página editorial. No fue así, y estoy seguro de que eso no habría sido posible sin la anuencia de Agustín Edwards. No puedo dejar, además, de expresar mi agradecimiento por el apoyo humano que recibí del diario en un momento muy duro en nuestra vida familiar, por el fallecimiento de uno de nuestros hijos, a raíz del cual escribí una serie de columnas, algunas de hondo cuestionamiento existencial, teológico y vital, todas acogidas con el máximo respeto y comprensión.
La única vez que vi a don Agustín en persona fue en el lanzamiento de mi libro de columnas ( editado por Ed. Aguilar/ El Mercurio) el año 2008. En medio del lanzamiento, lo vi entrar sigilosamente con una silla y sentarse en un rincón de la sala a escuchar la conversación que sosteníamos, una conversación sobre temas algunos bastante polémicos. Noté el nerviosismo de algunos de mis contertulios, además de mi propia perplejidad. Pero todo siguió como antes, y en ningún momento sentí que debíamos autocensurarnos porque el dueño del diario (con toda su aura de leyenda) estaba ahí presente. Era uno más, un espectador anónimo que no quería hacerse notar ni interferir ni molestar. Parecía realmente interesado en escuchar lo que allí se estaba hablando. Nunca olvidaré ese momento, que me dijo más de él que cualquier otra señal o gesto o discurso.
No podía dejar de compartir esto que relato.
Cristián Warnken