El revuelo mediático por los edificios de Estación Central no habrá sido tanto por los edificios en sí -similares monstruosidades de 40 pisos y 1.000 departamentos minúsculos se han levantado en numerosas comunas de Santiago y desde Iquique hasta Concepción-, sino porque finalmente una alta autoridad pública ha tenido el coraje de apuntar con el dedo a los políticos locales y empresarios de la construcción que han perpetuado esta forma nefasta de "desarrollo urbano", irracional desde su origen y condenada al fracaso por su indisimulada mediocridad. Edificios de escala brutal, avasallando buenos barrios y paisajes, sin la menor consideración por lo que ocurre en la calle, con espacios privados que malogran la vida en familia o en comunidad, sin posibilidad de plusvalía, con terminaciones mezquinas y emplazados en zonas incapaces de resistir tales excesivas cargas de uso.
¿Cómo ha sido esto posible? ¿Quiénes son responsables? La ausencia de planificación y el apetito de una industria inmobiliaria sin escrúpulos. La ausencia de planificación nos habla de un retraso cultural e institucional (hoy abordado por el Consejo Nacional de Desarrollo Urbano), y de autoridades locales sin herramientas como para comprender el destino de su territorio. Salvo raras excepciones, estas han considerado el desarrollo inmobiliario a gran escala como un signo de progreso y bienestar económico, sin hacer juicio de sus consecuencias a largo plazo y sin tener idea de las alternativas posibles. Por su parte, el gremio de la construcción presiona permanentemente para que la planificación y las normas permitan la máxima constructibilidad posible, sin jamás hacer juicio de aquello que construyen, como si no fuesen también responsables de la ciudad que levantan. Esta forma de desarrollo es la materialización del modelo laissez-faire que nuestro país adoptara hace décadas, aquel donde el Estado se inhibe de competir con la empresa privada y donde el mercado "se regula solo". Pero hay ciertos sectores -la ciudad- en los que es indispensable planificar a largo plazo, con las reglas más estrictas posibles y estimulando la permanente innovación.
¿Y los arquitectos autores de esos edificios? Ahí están, en un abismo ético. Son anónimos sirvientes asalariados del gestor inmobiliario, que solo atiende rentabilidades de corto plazo y no podría estar menos interesado en el valor agregado de la arquitectura. Desde 1981 no hay en Chile obligación para ningún profesional de someterse al escrutinio ético de sus pares, con lo cual el gremio podría (como pudo en el pasado) establecer estándares éticos para todos los aspectos pertinentes de su profesión en el quehacer nacional.