El jueves pasado Nicolás Maduro terminó de entrar al selecto grupo que componen Mao Zedong, Nicolás Ceausescu, Fidel Castro y otros dictadores de izquierda. La suya es una posición modesta, pero el hecho de que controle la justicia, y tenga perfectamente aceitado al ejército, domine el tribunal electoral y ahora haya conseguido quitar los poderes del Legislativo, es un mérito suficiente para entrar a la historia como un integrante del Club de la Vergüenza.
La conducta de Maduro plantea preguntas que van más allá del caso venezolano. ¿Es la suya y la de otros déspotas una anomalía en la lógica de la izquierda, o más bien expresa una tendencia que está en el ADN político de todo proyecto que tenga alguna inspiración en las ideas de Marx, Lenin y otros autores?
Parece difícil que estos experimentos absolutistas sean una mera casualidad, una simple desgracia histórica, cuando en el último siglo se han presentado con tanta frecuencia en numerosos países y nuestro representante nacional más conspicuo de esa tendencia, el PC, sigue mirando con buenos ojos todas las barbaridades chavistas.
Sin embargo, el asunto no es tan simple, porque también está la otra cara de la izquierda. ¿O alguien podría afirmar que Pedro Aguirre Cerda, Felipe González, Willy Brandt o Ricardo Lagos tienen menos títulos para llamarse de izquierda que los que ostentan esos tiranos?
Tenemos, entonces, dos izquierdas, y cada una se presenta como la auténtica intérprete de esa sensibilidad política. A la izquierda democrática esos personajes le incomodan tanto como a cualquier familia las intervenciones de un tío desatinado que, con un par de tragos, empieza a hacer cosas que avergüenzan a toda la parentela. Querrían decir: "Ese no es uno de los nuestros", aunque no pueden. Esos personajes son una mala compañía que se presenta en los momentos menos oportunos.
La dualidad de facetas no es exclusiva de la izquierda, sino que afecta a todas las creaciones humanas. A los medievales les gustaba recordar que mientras los animales cumplen su fin de modo uniforme y necesario, allí donde interviene la razón humana siempre existe ambigüedad. Las cosas humanas pueden dirigirse a fines opuestos, al bien o al mal, a acciones que nos enorgullecen o a conductas que nos avergüenzan. La incomodidad de la izquierda democrática frente a Maduro es la que sufren todas las personas decentes cuando ven que alguien enarbola banderas semejantes a las propias para justificar cosas inaceptables. Lo mismo le sucede a una persona de derecha con Manuel Contreras, a un musulmán con el Estado Islámico o a un partidario de la economía de mercado cuando ve a un capitalista valerse del trabajo infantil en un país asiático.
La diferencia entre la versión decente de una sensibilidad política y su expresión corrupta no se encuentra en que unas personas sean buenas por naturaleza y las otras irremediablemente malvadas. Simplemente consiste en que uno está dispuesto a aceptar que hay cosas que no cabe realizar bajo ninguna circunstancia, mientras que las otras consideran que el bien de la clase, la raza, la religión o la revolución permiten hacer cosas que una persona normal no debiera realizar. Es decir, lo que distingue a unos y otros es el reconocimiento de ciertos límites, unos límites que el chavismo ha decidido transgredir.
Lo dicho tiene una enorme importancia para nuestro propio debate político. Resulta muy fácil criticar a una persona de izquierda haciéndola responsable del Muro de Berlín o los crímenes de Pol Pot. Pero es injusto. Lo correcto no es atribuirle culpas por actos que no ha cometido sino pedirle que se defina respecto de ellos. Y lo mismo vale al revés, como se ha visto en estos días con las críticas no muy inteligentes que ciertas autoridades han realizado contra el ex Presidente Piñera, vinculándolo a las violaciones de los derechos humanos.
La gente debe responder por lo que hace, piensa y apoya, no por las conductas de otras personas o grupos que dicen pertenecer "a su sector". Por eso podemos criticar al PC chileno y su complacencia frente al chavismo o el castrismo. No porque Teillier y los suyos hayan llevado a cabo esas tropelías, sino porque no han sido suficientemente claros para señalar que ellos no pertenecen y reprueban el Club de la Vergüenza.