El amor es, debiera ser o podría ser, intimidad. Un espacio donde podamos estar desnudos de los miedos, las convenciones, el deber ser. Pero la intimidad tiene una condición: la vulnerabilidad compartida.
Pero no está de moda ser frágil.
No es seguro ser bondadoso y dar más allá de lo necesario: nos pueden confundir con tontos.
No está bien abrirse, es mejor defenderse.
Antes esto era válido sobre todo para los hombres, hoy lo es también para las mujeres.
Esto convierte a la pareja en una arena de gladiadores, en expertos en gallitos, en una dupla donde la compasión -que es la madre de las virtudes, que hace la intimidad posible porque en la compasión yo estoy desprendida de mí misma, abierta al otro- se hace muy difícil o imposible.
El temor a ser víctima o parecerlo se confunde con la compasión y se convierte en una acusación al otro de mi propio malestar o tristeza.
Mujeres y hombres, cada vez más, sabemos pedir mejor a través de la victimización que desde la necesidad de compasión y protección.
Las mujeres modernas se sienten mejor si son fuertes y poderosas.
Cerramos sin querer la puerta a la vulnerabilidad propia y a la de nuestra pareja. Si las mujeres cerramos esa puerta, la mayoría de los hombres no podrá abrirla, no en nuestra cultura, no en el Chile que conocemos.
Invitar al otro a cuidarnos es una necesidad normal del ser humano adulto y no solo de los niños. Antes, los hombres podían hacerlo cuando sus mujeres los invitaban a abrir la puerta de la intimidad, o sea de la vulnerabilidad. Hoy competimos por quién es más fuerte.
No estamos hablando de las grandes tragedias ni de experiencias duras.
Estamos hablando de la vida cotidiana, en las que muchas cosas nos dan vergüenza o miedo y es difícil reconocerlo y hacerse cuidar por quien nos quiere.
En la pena o en la vulnerabilidad no hay espacio para la vergüenza, porque la desnudez está prohibida.
Acoger en la vulnerabilidad no es cambiar al otro, no es hacerse cargo del otro, es acompañar y comprender.