Hojeando una revista "Instantáneas de luz y sombra", de 1901, encuentro una columna de Víctor Tarugo sobre las noches de lluvia en Santiago. Para dar cuenta de la esencia del fenómeno, Tarugo recurre a esa idea un poco gruesa de Baudelaire: que la lluvia se asemeja a los barrotes de una prisión. Esto es como acusar la similitud entre las lágrimas y el agua del mar: se parecen tanto que no hay para qué decirlo.
Pero mi intención no es fustigar al misterioso Tarugo ciento y tantos años después de aparecido su texto. Todo lo contrario. Me gustó ingresar por medio de sus palabras al abismante y reconocible pasado, a un Santiago de adoquines y de huevillo, de cobradoras y de huevo mol, de tranvías de sangre, de arcos florales, de cupleteras y de Gath&Chaves, y de "teléfono inglés". Esta vez en su trastienda nocturna: todo cerrado y nadie en las calles, salvo uno que otro transeúnte con paraguas funerario, el que le daba el aspecto de un murciélago. Creí poder calibrar el frío de nuestras noches de julio y parecía que hubiera estado esperando sentir el olor casi vegetal del pavimento bajo la lluvia difuminada por pálidos faroles.
Nunca he podido averiguar por qué motivo las imágenes del pasado -fotográficas, fílmicas o mentales- adquieren ese agregado inefable que podríamos llamar aura. Nos consta que la magia, aquella irradiación que nos hacía mirar las cosas del mundo con perplejidad en la infancia, desaparece de la experiencia en la medida en que asumimos responsabilidades. Pero aun las cuestiones que alguna vez vivimos en esa prosaica constatación vienen como impregnadas de una sustancia fosfórica fantasmal. Nuestra vida presente la tomamos como algo un poco pesado: constantemente estamos buscando la salida, la bifurcación, la vía de escape. Pero es seguro que cuando recordemos estos días, cuando sean irrecuperables, obtendremos una imagen depurada, de sordas armonías, de serenidad y distancia. El apremio psicológico parece que es lo primero que se olvida.
Yo quisiera dejarles a los especuladores del futuro una detallada descripción de la ciudad de hoy en todas sus dimensiones: límites, olores, sensaciones, estado del pavimento, actividades nocturnas, ferias libres, barrios ricos, modos de hablar, atmósfera. En fin, quisiera transferirles lo que antes se entendía como "el tono de la vida". Quisiera hacer algo así por haber experimentado siempre una necesidad acuciante y no complacida de conocer el pasado por dentro. Muchas veces me he encontrado con observaciones hechas a la pasada, como si el escritor se excusara de mostrarnos su realidad o la tarea le provocara un tedio insuperable.
Las fotos y las películas no bastan en este empeño: por algún motivo estas modalidades rinden un efecto parcial. La imagen, como pensaba Umberto Eco, necesita de un texto, o al menos de un flujo oral, que la complemente en su registro desnudo.