Todo encuentro o congreso periodístico que se precie incluye una mesa redonda en la que se habla de la crisis del oficio. En ella están los gurúes de la catástrofe y los del optimismo, los defensores de lo digital y de lo analógico, los que auguran la muerte rápida o la supervivencia agónica. Yo no sé si alguna de todas las cosas que se mencionan en esos sitios sucederá. Lo que sí sé, después de hablar con periodistas de distintos países de América Latina y de España, es que el oficio tiene una némesis de la que nadie habla: la frustración.
Digamos que usted es periodista y trabaja, por decir cualquier cosa, en un artículo sobre la ausencia de campañas de prevención del VIH en los últimos años y la forma en que eso influye entre los más jóvenes: si hay más contagio, si no, si existe alguna conciencia del virus, si las campañas alguna vez sirvieron. Usted es un periodista cabal, de modo que lo primero que hace es buscar datos: qué es el VIH, cómo empezó la epidemia, cómo era en los 80, qué sucedió con la aparición de los cócteles. Revisa estadísticas, compara cifras de contagio y mortalidad año por año, busca las últimas campañas realizadas en su país y en otros, intenta encontrar información acerca de su efecto, rastrea nombres de investigadores, científicos, médicos, funcionarios del Ministerio de Salud, publicistas dedicados a campañas de este tipo, miembros de la Iglesia Católica (una institución con influencia en el tema). Consigue teléfonos, pide citas, hace entrevistas. En paralelo, contacta a personas infectadas y no, de diversas edades y situaciones sociales, y con ellas no habla solo del VIH: usted sabe que no es lo mismo un adolescente pobre que un abogado próspero, entonces pregunta por sus vidas, va a sus casas, ve cómo viven, habla con sus familiares. Finalmente, cuando tiene todo lo necesario, escribe. El artículo, cree usted, tiene historias sólidas, información de su país y del mundo, visiones críticas y conservadoras, un contexto histórico, datos, atmósfera. Lo entrega. Cuando lo diseñan, le piden que corte dos páginas porque no entra. Usted ha pasado por eso antes. Sabe que no es lo mismo ocho páginas que seis. Sabe que se perderá sutileza. Que muchos entrevistados se ofuscarán cuando descubran que no aparecen o que, aun cuando le han contado historias íntimas y dolorosas, aparecen diciendo poca cosa. Pero así es como es, desde hace un tiempo, de modo que usted obedece y corta. Rato después le anuncian que acaba de llegar un aviso y que tiene que cortar una página más. Usted sabe que, si no era lo mismo ocho que seis, mucho menos es lo mismo seis que cinco, pero obedece y corta. Finalmente, le piden que quite del texto, para destacarla en un recuadro, la historia de ese muchacho de universidad privada que tiene VIH desde los 14, porque resulta muy llamativa. Usted sabe que quitar esa historia no solo es fatal para la arquitectura del artículo, sino que, además, es injusto exponerla de esa forma, a la intemperie y sin contexto. Pero lo hace. Esa noche llega a su casa con un humor de perros. Se dice que el error es suyo por proponer un tema tan complejo e inabarcable (como si no fueran los temas complejos e inabarcables los que justifican en buena parte el periodismo). Días después, con entusiasmo renovado y porque después de todo a usted le gusta su trabajo, propone una entrevista con un actor que seguramente va a ganar todos los premios importantes de cine de ese año y que ya tiene contrato en Hollywood. Es un hombre talentoso, arisco, esquivo y no habla con la prensa. Pero usted tiene un as en la manga: es el novio de su vecina, lo cruza a menudo en el edificio, hace rato que conversan y se caen bien. Ya le ha preguntado y el actor está dispuesto a darle una entrevista. Le dicen que muy bien, pero que como se acerca el día del padre lo mejor es hacer una gran sesión de fotos con varios cambios de ropa y un texto pequeño en el que el actor haga una reflexión sobre la paternidad.
Esas, y muchas otras cosas, pasarán varias veces. Un día, usted descubrirá que hace meses que no se mueve de su escritorio. Que entrevista a la gente por teléfono o por email. Que lo que antes le tomaba tres semanas, ahora le toma un día. Que ya no se detiene a pensar dos veces un adjetivo. Que antes de entrevistar a quien fuere no hace más esfuerzo que leer la entrada de Wikipedia.
Hay dos historias relacionadas con Einstein. Según una de ellas, una vez un periodista le preguntó si podía explicar la teoría de la relatividad. Einstein le dijo: "¿Usted me puede explicar cómo se fríe un huevo?". El periodista le dijo que sí y Einstein le respondió: "Hágalo, pero imaginando que yo no sé lo que es un huevo, ni una sartén, ni el aceite, ni el fuego". Según la otra, un interlocutor le pidió lo mismo: que explicara la teoría de la relatividad. Einstein lo hizo, pero su interlocutor seguía sin entender. Simplificó más y más la explicación, hasta que su interlocutor exclamó: "¡Ahora la entendí". Entonces Einstein le dijo: "Bueno, pero ahora ya no es más la teoría de la relatividad". El periodismo intenta contar realidades complejas. El reduccionismo, el apuro y los textos cada vez más cortos hacen que esas realidades, reflejadas en espejos urgentes y enanos, se deformen: sean algo parecido a la realidad, pero no la realidad. No sé cómo empezó, pero fue una gran idea: la tan ansiada aniquilación de la prensa no llegó desde afuera, sino desde su corazón, su hígado. La frustración envenena el ánimo, mina el entusiasmo, convierte a periodistas serios en publicadores hastiados. El antídoto está, como el veneno, en nosotros mismos. Es una batalla de cazadores solitarios y tenemos todas las garantías de perderla. Pero hay batallas que se pelean aunque estén perdidas. Sobre todo cuando están perdidas.