Procuro conversar con estudiantes universitarios. Quiero saber cómo viven este período de su existencia, qué les interesa o preocupa, qué les alegra, entretiene o disfrutan; por el contrario, qué los angustia o entristece y, además, a qué le temen. No hablan mucho, son contados los que se explayan y tienen un relato sobre estos temas. Son más las mujeres quienes señalan algún aspecto personal. Interrogarlos sobre el proyecto de vida que han comenzado a elaborar es demasiado. Cambiando el foco, intento indagar sobre rasgos de personalidad que reconozcan de sí mismos, pero eso también los complica. Trato de ayudar explicando qué significa la identidad, agregando lo importante que es llegar a descubrir la propia. Les confieso cuánto me costó a mí, señalando algo del proceso propio. Queda el tema "dando bote" y obviamente me preguntaron cómo se puede lograr. Esa vez recuerdo haber hablado del silencio.
Claro que no existe en nuestra experiencia urbana cotidiana. Transitamos diariamente inmersos en altos decibeles: la locomoción colmada de pasajeros, el taco y los bocinazos de los autos, las motos con escape libre, las maquinarias de construcción de edificios. Con todo, no echamos de menos el silencio, porque nos hemos acostumbrado a vivir en medio del bullicio.
¿Ha visto jóvenes y adultos caminando por la calle o dentro del metro con audífonos, sin mirar a nadie, con la vista fija? No hablan y piensan que así escapan del entorno ruidoso. Sin embargo, en sus oídos resuena generalmente música a alto volumen. Tampoco la situación es muy distinta en las casas y oficinas. La TV y radio sonando fuerte son irrenunciables, así como el computador y celular, que se han constituido en nuevas adicciones, todos aparatos que mantienen ocupada nuestra mente, emitiendo un tipo de lenguaje que nos aparta del silencio. Por su parte, la diversión juvenil por excelencia está en la "disco" o en el pub , donde los jóvenes beben, escuchan rock y bailan al ritmo de sus bandas favoritas, comunicándose a gritos. El ambiente en estos locales es estrepitoso. Definitivamente, nos desenvolvemos dentro de una bulla que contribuye bastante al estrés que sufrimos.
Distinto es el caso de quienes evitan el silencio, porque les incomoda o inquieta demasiado. Esa especie de vacío, de paréntesis sin sonido alguno, los hace sentirse dentro de una burbuja que presiona a pensar en asuntos que desagradan o se temen, que causan tristeza y, por eso, prefieren ignorarlos. Es cierto, mientras más conectados estamos con el exterior, menor será la introspección y menor también el autoconocimiento que podemos alcanzar. De otro modo, buscar momentos y lugares para guardar silencio prolongado es un acto que facilita el encuentro consigo mismo. En vacaciones, por ejemplo, solemos contemplar silenciosamente la naturaleza y regalarnos ese tiempo.
Hay un mundo en nuestro interior que es bueno conocer. Un campo que nos pertenece absolutamente y es único. El viaje por esta dimensión, llegar a sus profundidades sin engaños, enfrentar la verdad, sentirla, nos hace comprendernos y finalmente aceptarnos tal como somos, perdonarnos. Conozco muy bien a quien puede estar horas solo y en silencio, divagando tranquilamente por sus recuerdos, por imágenes que aparecen de épocas remotas, reflexionando sobre episodios, rehaciéndolos y creando una trama distinta. Es algo que, amén de aliviarlos del estrés, los entretiene. Eso se llama vida interior.
Según he leído, la ciencia considera el silencio como provechoso para el cerebro. Lo mantiene activo, desarrollando células relacionadas con la memoria, las emociones, el aprendizaje, la concentración, la resolución de problemas. Además, el viejo refrán dicta que los seres humanos somos dueños de nuestros silencios y esclavos de las palabras pronunciadas. Escuché a un pariente historiador fallecido que la auténtica libertad la logramos pensando en silencio, para alcanzar el sosiego, la quietud, el recogimiento. El silencio es el territorio del espíritu, por lo demás; de la meditación, de oración íntima y del encuentro con Dios.