No hay duda de que el Gobierno equivocó la ruta para implementar la reforma educacional. Es evidente que debería haber comenzado por elaborar una propuesta para la educación escolar, básica y media, en los colegios y liceos donde estudian los hijos de la inmensa mayoría de compatriotas, dejando la educación superior para una etapa posterior. El panorama que pudimos conocer, respecto del rendimiento registrado en la PSU en los establecimientos de las comunas del Gran Santiago, demuestra palmariamente el superlativo problema que tenemos: solo 3 de ellas consignaron puntajes sobre 600 puntos, 9 sobre 500 y 22 bajo 500. Extrapole el lector esta situación al resto del país y tome nota de que el puntaje promedio es de 491 puntos.
Hay acuerdo transversal para cambiar el sistema, pero el proyecto de Nueva Educación Pública despierta amplio rechazo hasta en partidos de la Nueva Mayoría. Todo dice que pasarán varias generaciones de egresados de dichos establecimientos con resultados idénticos. Tenga en cuenta que no han señalado qué entienden por calidad, siendo el problema principal. Además, en ninguna parte del programa de la Presidenta Bachelet hay una visión sobre qué educación necesitan los chilenos del siglo XXI, precisando contenidos educativos centrales, habilidades y competencias por desarrollar en los alumnos, que se puedan alcanzar en un cierto plazo.
¿Por qué interesó más la educación superior, por sobre la preuniversitaria? Porque podría "rentar" electoralmente más. Pero no pensando en calidad, sino en gratuidad, que les rentaría muchísimo más. Con todo, el proyecto en este nivel fue mal planteado, con errores, serias confusiones, desprolijidad y mucho más, al punto que la crítica de especialistas de gran talla fue apabullante. Se gastaron meses y años en discutir sobre el financiamiento, sin que al respecto haya acuerdo entre actores clave del sistema, ni siquiera en el conglomerado gobernante. Conste que, en tres años, el Gobierno ha sido incapaz de formular un proyecto completo, coherente y razonable sobre educación superior, que genere consenso ni siquiera entre sus partidarios.
El desacuerdo por los recursos fiscales -la madre de las batallas- y la forma de asignarlo a las diferentes instituciones existentes condujeron a los rectores de universidades estatales a asociarse en un frente político ideológico que reclama del Estado un trato preferente, por tratarse de entidades exclusivas, dado su carácter público y el mayor "aporte que hacen al país". Un razonamiento muy cuestionable. No obstante, el Gobierno accedió a privilegiarlas cometiendo un acto arbitrario y, quizás, ilegal. Según se ve, es un frente político con propósitos definidos, con objetivos comunes entre los aliados, desplegando estrategias y acciones conocidas: de hecho, pujaron y lograron mayores recursos.
No es aventurado pensar que el rectorado estatista aspira tanto a la protección fiscal como a regir el sistema y debilitar hasta el extremo a las universidades privadas. En otras palabras, se pretende hacer predominar la educación estatal. ¿A qué otro fundamento responde esta sinergia entre Gobierno y frente universitario? Hay que tener en cuenta el historial de las declaraciones formuladas por quienes lideran el frente, cuya síntesis es: "Pedimos que vuelva a haber un sistema de universidades estatales".
¿Cómo reaccionar ante el escenario que han creado? ¿Cómo oponerse con efectividad al frente estatista? Necesariamente, formando otro frente universitario que luche por su legítimo derecho a formar profesionales, por su libertad, defendiendo la autonomía universitaria, la provisión mixta de financiamiento y exigencias de acreditación.
Todo hace presumir que la emblemática reforma educacional continuará discutiéndose sin promulgarse la ley, extendiéndose al próximo gobierno. Claro que hay una diferencia respecto del 2014: ahora se tiene certeza respecto de la ideología y el propósito intransable esgrimido por 18 universidades del Consejo de Rectores: estatismo y control de todo el sistema. ¿Cómo se organizarán las restantes, máxime las privadas?