Una asociación (AFA) intervenida por una comisión encomendada por la FIFA; una deuda cercana a los 22 millones de dólares con acreedores que van desde la Tesorería nacional y la banca tradicional hasta representantes de cuarta categoría; un masivo incumplimiento de los contratos de centenares de jugadores; un conflicto permanente entre los intereses de los clubes más poderosos y los chicos para establecer un sistema de torneo; un gobierno que anhela terminar con la vigente institucionalidad y que propugna un urgente nuevo ordenamiento; derechos televisivos caducados y sin proceso de licitación definida; socios de clubes que ruegan para que al final de esta era oscura sus equipos de toda la vida conserven el nombre, el estadio, la sede y el color de la camiseta; una prensa que ya ha perdido la capacidad de asombro y que se instala como el mejor testigo del hundimiento del que fuera sin discusión el líder mundial y, por décadas, la mayor fábrica del orbe de talentos... Una crisis estructural desatada y, según muchos, entre ellos el mismísimo Presidente de la República, terminal. ¿Se trata de un libro de la historia del fútbol chileno de los 80 y 90? No: es el presente de nuestro conocido y amado-odiado fútbol argentino.
Que no parezca un consuelo ahora que Sergio Jadue fue formalizado en ausencia por delitos tributarios y apropiación indebida, o cuando nuestros clubes se debaten en una eterna discusión por definir la distribución de los dineros por derechos de televisación, el sistema y la calendarización de campeonatos, los formatos para las competiciones de las divisiones inferiores y otro largo etcétera. Como pocas veces en su accidentada historia y aun con otros numerosos problemas de fondo que revisar y reparar, el fútbol chileno puede afirmar que viene de vuelta al lado de lo que sucede con Argentina. El punto de controversia al otro lado de la cordillera es que la gran salida que se visualiza procede de una propuesta gubernamental, que, asumiendo la misma lógica que se adoptó en Chile para reorganizar el fútbol, plantea enterrar a las asociaciones civiles y convertirlas en sociedades anónimas deportivas (SAD).
No deja de resultar sorprendente que pese a las cuestionadas experiencias en numerosos países, las SAD sigan siendo una alternativa más que atractiva para reformular las administraciones de los clubes que terminan quebrados o con crisis directivas irreversibles. Asumiendo que en Chile su asentamiento ha dejado heridos de muerte a varios clubes y a otros tantos a muy mal traer, y que han sido instauradas sin un marco jurídico y fiscalizador eficiente, es evidente que la naturaleza del formato propietario tiene componentes altamente beneficiosos para ambientes dirigenciales anómalos, como fue (y es en muchos casos) el chileno o el argentino. Cada día está más que claro que con la SAD no es el sistema, sino que el rigor de la autoridad y la dignidad de los ejecutantes donde se marca la diferencia. Aunque por acá todavía no se convenzan.