El inserto de la Sofofa que apareció esta semana es de las cosas más insólitas del último tiempo.
En ese inserto -enmarcado en líneas negras como si fuera un aviso fúnebre, un obituario triste, el anuncio de noticias desgraciadas, la constatación de una nube- un puñado de gremios afirma que en la zona de La Araucanía ya no impera el Estado de Derecho y que el Gobierno no está cumpliendo con su deber de respetar la Constitución.
Tal cual.
En otras palabras, en La Araucanía, según la Sofofa, habría un estado de naturaleza, ese estado de guerra de todos contra todos que, según los escritores del siglo XVII, habría antecedido al Estado.
Nada menos.
Es difícil imaginar cómo un grupo de gremios pudo convenir -y luego pagar para que se publique- una tontería mayor.
En una democracia es, por supuesto, natural que los gremios y los diversos grupos de interés manifiesten opiniones en asuntos de interés público o en cuestiones que les atingen directamente. Pero una cosa es emitir opiniones sobre el diseño de políticas públicas, sobre alguna iniciativa legislativa o sobre una acción gubernamental; otra cosa muy distinta es efectuar diagnósticos pretenciosos y exagerados sobre el funcionamiento del Estado en su conjunto.
El Estado de Derecho -debieron informarse esos dirigentes gremiales antes de mal dictar el inserto- no consiste en la disposición de los órganos del Estado de poner en inmediato movimiento el monopolio de la fuerza o restringir las garantías de los ciudadanos cada vez que se verifiquen delitos reiterados. El Estado de Derecho no equivale, en otras palabras, al Estado fuerte y rápido que esos sectores empresariales (al igual que una parte de la derecha que aplaudió a la dictadura) anhelan, sino que el Estado de Derecho es simplemente el Estado
sub lege, un Estado cuyas agencias, policía, militares, jueces y funcionarios, se conducen de acuerdo a lo previsto en reglas.
En otras palabras, la vigencia del Estado de Derecho no se mide simplemente por la capacidad del Estado de imponer el orden a través de la coacción (si así fuera, el epítome del Estado de Derecho habría sido la dictadura de Pinochet que algunos de los firmantes del inserto deben añorar) sino por la voluntad del Estado de administrar la fuerza, que monopoliza, con religiosa sujeción a las reglas y estricto respeto a los derechos de los ciudadanos.
Y entre esas reglas y derechos ciudadanos se encuentra el principio según el cual nadie es responsable de acto alguno en razón de la etnia a la que pertenece, la ideología que esgrima, el pasado que muestre o los prejuicios que sobre él pesen. En un Estado de Derecho no hay colectivos que sean penalmente responsables y a los cuales, en razón del derecho, pueda reprimirse, castigarse, cercarse o someterse a control. Las reglas del Estado de Derecho obligan al Estado a delegar en los jueces el señalamiento de los responsables de delitos, y ellos (a diferencia de la justicia del Cadí o la que, según la Biblia, ejerció Salomón o la que esos gremios parecen anhelar) no pueden actuar según sus intuiciones o prejuicios, sino que están obligados a seguir un riguroso procedimiento, ciego a la etnia o a cualquier otra característica de las personas, antes de disponer que la fuerza del Estado se dirija contra ellas.
¿Qué dirían esos mismos gremios si, a pretexto de la colusión de los precios y los abusos a los consumidores que algunos empresarios practican, un grupo de ciudadanos pagara un inserto acusando al Estado de no cumplir la Constitución por no impedir mediante la fuerza la colusión reiterada? ¿Qué dirían si esos ciudadanos citando los abusos de las empresas farmacéuticas o de los pañales, denunciaran ante el público la no existencia del Estado de Derecho? Con toda razón la Sofofa diría que las reglas obligan al Estado a probar, ante los jueces, la responsabilidad individual antes de actuar. Y si dijeran eso cuando ellos fueran los acusados, ¿por qué tienen el atrevimiento insólito -la increíble tontería- de olvidar esos principios cuando se trata de La Araucanía?
No es la falta del Estado de Derecho (como afirma ese inserto de diseño fúnebre) sino su presencia la que hace al Estado más lento y más dificultoso.
Pero esa lentitud y esa dificultad es el precio que los ciudadanos (incluidos cada uno de los que firmaron el inserto) pagan porque su libertad personal no esté entregada al arbitrio del Estado.