Recuerdo una vez que deambulábamos por un recóndito camino rural, cuando nos cruzamos con una señora y su nieto. Preguntó con preocupación si íbamos "al Alto", y nos advirtió que no habría nadie allí porque ellos justo se dirigían a misa. Preocupada porque nos perderíamos la visita, recomendó que diéramos un paseo y nos detuviéramos en la localidad a nuestro regreso, cuando ella ya estuviera de vuelta. Así supe que El Alto quedaba despoblado todos los domingos por la mañana.
Esa anécdota me vuelve a la memoria cada vez que veo en la televisión alguno de esos programas que muestran el país como un paisaje sublime. Fascina la idea de tener una tierra indómita, un Chile profundo que comienza ahí donde se acaba el camino, especialmente en un planeta cada vez más urbanizado y aburridamente homogéneo. El capital natural de Chile es un tesoro esquivo y único que, si alguna vez se alzó como una promesa de territorio a colonizar, hoy se nos muestra como una reserva cuya protección resulta impostergable.
Y me acuerdo de El Alto, porque siempre ahí, en ese final del mundo que rodea por todos lados nuestra estrecha cosmogonía burguesa, hay una chimenea humeando, una gallina escurridiza, un gato inmaculado acusando presencia humana. Cuántas líneas y pequeños puntos construyen el mapa de un país habitado por eternos pioneros. Cuánta más toponimia hay omitida en la cartografía y la señalética caminera, escrita solo en la tenaz identidad de sus pobladores. Un habitar frágil, un cotidiano de renuncias y sacrificios que traza en cada paso la frontera de la ecúmene. Paisanos haciendo país, tesoro humano y natural. En su aislamiento se reproduce también una gran injusticia espacial: si alguna vez fueron la vanguardia que expandía nuestros límites, hoy luchan desde los confines para entrar en una ecuación que les dé prioridad a sus necesidades más elementales. Que su voz no sea solo un paisaje.