Andrónico Luksic salía del tribunal. Había ido a declarar a raíz de la demanda que presentó contra un diputado que insultó soezmente a su familia. La prensa cuenta que el magistrado le ofreció salir por una puerta lateral, como muchas veces lo hacen los acusados de delitos de alta connotación pública: se trataba, con esto, de evitar el encuentro con un grupo de manifestantes que se había apostado en las afueras del recinto para expresar su oposición a un proyecto energético donde participa el grupo económico que comanda. Pero Luksic se negó: dijo que prefería salir por la puerta principal, pues no estaba ahí como acusado, sino como acusador; como víctima, no como victimario. Fue entonces que recibió el golpe de una piedra en su cabeza.
La conducta de Luksic en este caso escapa totalmente del patrón de lo que se espera de un personaje poderoso, como no hay duda lo es. En lugar de reaccionar con esa indiferencia que usualmente va de la mano con la altanería, o de responder bajo cuerda o mediante el uso de vicarios, optó por presentar personalmente una demanda formal ante la institución que el orden republicano se ha dado para dirimir los conflictos entre sus miembros, los tribunales de justicia, exigiendo de estos una sanción. Y en lugar de mantenerse en segunda línea, dejando que el protagonismo fuera asumido por sus abogados y relacionadores públicos, decidió explicar y defender su postura a cara descubierta tanto ante los jueces como ante la opinión pública. En otras palabras, Luksic reaccionó como un ciudadano, no como esas figuras que están tan arriba que evitan exteriorizar sus emociones o usar los mecanismos de respuesta que emplean los simples mortales. Es por ser consecuente con este derrotero, y renunciar al privilegio de salir del tribunal por una puerta lateral, que fue agredido.
Los manifestantes que le esperaban a la salida del centro de justicia dicen que no fue ninguno de ellos, y quizás no les falte razón. Pero alguien fue; alguien que sintió que era su derecho, y quizás incluso su deber, agredir a Luksic. No por un asunto propio a su persona -seguramente el agresor no lo conocía en absoluto-, sino por su condición o estatus, específicamente por ser empresario.
Aquí está el meollo del asunto: una agresión que se dirige a una categoría, no a una persona. En este caso fue la de empresario, pero bien podría ser la de político, la de extranjero, la del que profesa una determinada ideología o pertenece a un grupo étnico, a una cultura, a una religión. Aquí está el peligro.
"Uno empieza cediendo en las palabras y termina cediendo en los hechos", decía Freud. Uno empieza calificando a los judíos como subhumanos, o a los campesinos como antirrevolucionarios, a los islamitas como terroristas, o a los marxistas como tumor cancerígeno o "humanoides", y ya sabemos en qué terminamos: en los pogromos, los gulags, los detenidos-desaparecidos. Las palabras, adjetivos y metáforas que se emplean no son nunca baladíes: pueden ser un arma mortal.
En el último tiempo se ha vuelto cool disparar sobre los empresarios. Ellos son, por defecto y por la mera condición de tales, inmorales, codiciosos, antipatrióticos. Esto debe haber inspirado al que lanzó la piedra sobre Luksic. Y pensó que había llegado la hora de disparar ya no un juicio, un epíteto o un insulto, sino algo más contundente, algo que produjera una herida aún más profunda.
Sé que no resulta popular, que me acusarán de hacerlo por conveniencia; pero creo que es hora de denunciar la retórica antiempresarial, como cualquier otra que promueva el odio hacia determinadas categorías de personas. Ella es la que excita los piedrazos.