Uno de los más grandes peligros de la próxima contienda presidencial -y por extensión, uno de los peligros de la política chilena- es el populismo.
Y en él acaban de deslizarse Piñera y Ossandón.
En un sentido técnico, el populismo no consiste en hacer promesas desmesuradas o insensatas; se trata de una actitud más sutil.
Consiste en sustituir la voluntad del pueblo -que en una democracia se forma institucionalmente y a través de deliberaciones mediadas por partidos e ideas- por un sujeto abstracto, la ciudadanía o el pueblo a secas, cuyas pulsiones espontáneas se repiten sin cesar y se elevan a principios de un programa. El populista siempre reclama una conexión directa con la gente o la ciudadanía, y pretende que él, a diferencia del político profesional del que anhela distanciarse, tiene línea directa con lo que la gente quiere o desea.
Apenas detecta una pulsión, el populista elabora una frase o eslogan que la devuelve ampliada a la gente que la sentía, y así persigue que esta última, ese ente anónimo que es todos y es ninguno, se sienta representada. El populista no aspira a racionalizar y conducir las pulsiones e instintos de la gente, sino que procura adivinarlos y simplemente reproducirlos, ofreciendo apagar, con fórmulas simples, los temores que esconden.
Es lo que acaban de hacer tanto Piñera como Ossandón al amplificar y estimular los temores atávicos e irracionales que suele causar la inmigración:
Muchas de las bandas de delincuentes -dijo Piñera- son de extranjeros.
Las puertas del país como las de la casa -agregó Ossandón- se abren, pero no a todos.
El temor al inmigrante -la irracionalidad que Piñera y Ossandón acaban de estimular, olvidando que en el origen de las fortunas de la derecha suele haber un inmigrante descalzo- descansa sobre la idea de que las virtudes derivan de la pertenencia a una localidad específica, la nacional, y que todo lo extraño a ella debe estar infectado con alguna forma de maldad de la que el inmigrante sería portador. El miedo al inmigrante se alimenta así, tarde o temprano, del más crudo nacionalismo y de la ignorancia que, incapaz de comprender lo que causa las dificultades de este mundo, prefiere, las más de las veces por desconocimiento supino o simple estupidez, atribuirlas al extraño, especialmente si es de piel oscura. El temor al inmigrante principia siempre como una queja por los espacios que el recién llegado disputa y casi siempre acaba en una estigmatización de las personas en razón de su origen.
Y por supuesto nunca se sabe si ese temor al inmigrante es un deseo de la gente transferido al líder populista, o un deseo de este último que él, sin advertirlo, proyecta en la gente.
Por eso no hay nada de banal en esta astucia electoral y populista que Sebastián Piñera insinuó y que Manuel José Ossandón, esta versión zafia y campechana del socialcristianismo de Eduardo Cruz-Coke, decidió levantar.
Y no hay nada de banal en ello, porque, al insinuar, como lo hicieron Piñera y Ossandón, que el inmigrante en razón de serlo trae consigo males sociales, se atiza un fuego que está presente en todas las sociedades y en el inconsciente de sus miembros y a veces de sus líderes, y que es la base de toda intolerancia: que el otro disfruta de la vida en una forma que resulta repulsiva, que el otro dispone de lo que le pertenece a usted, que su presencia desplaza a quien tiene más derecho, que el otro es a fin de cuentas un estorbo que, si se le remueve, mejorará el bienestar.
Es de verdad increíble que tanto Piñera como Ossandón se hayan dejado llevar por ese facilismo irresponsable.
Su actitud muestra, para vergüenza de ambos, hasta qué punto es fácil envilecer la política, hacer de ella una expresión de las peores pulsiones y pasar de esgrimir las necesidades de la gente como motivo, a la estigmatización de grupos humanos como medida para satisfacerlas.