No. Eso fue lo que pensé la primera vez que pisé suelo cubano, en 1996: la revolución de Fidel Castro no valió la pena.
Eran las postrimerías del "período especial", como se llamó eufemísticamente al impacto que tuvo sobre Cuba el derrumbe de la URSS. Lo que más me llamó la atención fue la prostitución, practicada con increíble trivialidad para obtener ingresos o arrancar de la angustia de la vida cotidiana. Pero ella era apenas la punta del iceberg. En el fondo todo cubano se había vuelto un pordiosero o un corrupto, obligado a degradarse o actuar ilegalmente para malamente sobrevivir, pues nadie podía subsistir con lo que ganaba oficialmente. Tanto sacrificio, pensé, para volver a lo mismo que la revolución buscó abolir: un país volcado al turismo, con un capitalismo que brotaba a hurtadillas, bajo una forma salvaje y denigrante. En eso había terminado el comunismo imaginado por Fidel y el hombre nuevo soñado por el Che.
Me propuse no volver a Cuba si antes no había un cambio de régimen. Volví, sin embargo, el año pasado. Lo hice motivado por un documental que vi por insistencia de una amiga que vivió de niña en la Cuba utópica de los sesenta sobre los conciertos que realizó Silvio Rodríguez en 2013 en los barrios más pobres de La Habana. A pesar de una miseria que en Chile ya se nos olvidó, me pareció vislumbrar en los cubanos una capacidad inusual de crearse esperanzas y producir felicidad usando recursos mínimos; un pueblo que a pesar de haber sido objeto de tantos experimentos, incluyendo la implantación de un modelo totalitario y su colapso, no había perdido sus ilusiones y se las arregla para sobrevivir en base a la reciprocidad y la solidaridad. Por esto decidí volver: para ver con mis propios ojos si eso que creí ver en el documental de Silvio, y que no aprecié cuando fui a la isla la primera vez, era real o mera propaganda.
Me encontré con un país que funciona bajo un sistema dual. De un lado está el subsistema formal, el socialista. El Estado provee a cada cubano, a través de la "libreta", los bienes mínimos para vivir. Provee asimismo, con medios modestísimos, una educación y salud de relativa calidad e igual para todos. Ofrece también empleos con remuneraciones ínfimas, pero que hacen a las personas sentirse ocupadas e integradas. Una amplia red policial, junto con prevenir la protesta, asegura bajas tasas de delincuencia. Del otro está el subsistema informal, al que es obligatorio recurrir para obtener los bienes y servicios que el Estado no ofrece. Hay emprendimientos privados de todo tipo, casi todos de índole familiar y volcados al turismo. A esto se suma la principal industria cubana, que es la comercialización de lo que se le roba al Estado, que incluye todo lo imaginable: medicamentos, gasolina, habanos, certificados...
No quiero justificar ni menos idealizar lo que es la Cuba de hoy -su dictadura, su corrupción, su gerontocracia, su decadente infraestructura, su falta de oportunidades-, ni minimizar el costo que los cubanos han pagado. Pero esta vez volví más indulgente. Quizás son los años, que a uno lo vuelven menos exigente, o quizás fue la aparición de Laudato Si' . Pero sentí que en momentos en que "la humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de realizar cambios de estilos de vida, de producción y de consumo" -como sostiene el Papa Francisco-, quizás sea hora de mirar a Cuba con otros ojos; de valorar su marginación de "la vorágine de las compras y los gastos innecesarios" y de "la cultura del descarte", de apreciar su "capacidad de gozar con poco". El sueño de Fidel iba en otra dirección, pero quizás valió la pena: Dios, ya sabemos, escribe recto usando renglones torcidos.