Uno de los misterios del siglo XX, y de la cultura latinoamericana, lo constituye la sorprendente atracción que Fidel Castro ejerció sobre los intelectuales. Casi no existe escritor latinoamericano que no se haya dejado seducir, siquiera por algunos años, por el sueño de la Revolución Cubana o visto en ella la aurora irrefutable de un tiempo nuevo. Algunos, como Jorge Edwards o Vargas Llosa, despertaron temprano, pero otros igual de talentosos se dejaron acunar hasta muy tarde por la palabra de Fidel. En la Carta a Fidel -donde un grupo de intelectuales reclama por el caso Padilla, la primera gran rebelión intelectual en su contra, el año 1971- escasean los latinoamericanos.
¿Por qué?
Desde luego, algo podría explicar el hecho de que la Guerra Fría también se libró en el espacio de la cultura. Si existía la Casa de las Américas, también existía el Congreso por la Libertad de la Cultura. Y los intelectuales, siempre menesterosos de auxilio para el ocio creativo o sensibles al reconocimiento, se dejaban seducir por uno o por otro. Otra explicación plausible es el brillo intelectual del propio Fidel. En un continente donde no abundan los gobernantes con talento intelectual, Fidel, dispendioso en ideas, erudito en detalles, memoria de elefante y elocuencia de predicador, resultaba en extremo seductor.
Pero quizá haya causas de otra índole, causas de las que Fidel, ahora muerto, fue un brillante catalizador.
La principal de todas es el parentesco oculto que existe y que brotó durante el siglo XX, pero que en cualquier momento puede reverdecer, entre los sueños y añoranzas de la literatura y el quehacer de la política.
La política, especialmente la política de los sesenta, y para qué decir la política de los sesenta en América Latina, fue ante todo un asunto de sueños globales. Son los años en que se persigue la justicia al por mayor y no, como hoy, la justicia al por menor, dando un paso cada vez. En esos años, la política se dejó llevar por lo que pudiera llamarse la tentación del asalto utópico, la creencia de que la política necesitaba una escatología, una imagen final en pos de cuya consecución se encaminaba. Así no es difícil comprender que los intelectuales, especialmente los literatos, especialistas en forjar mundos que consuelan las deficiencias del que tienen ante los ojos y acicatean el deseo de algo distinto, hayan visto en Fidel y las promesas de un hombre nuevo, solidario, que no se dejaba llevar por las vilezas del consumo y el autointerés, casi la realización de las cosas que ellos emprendían solo con lápiz y con papel.
Es probable que Fidel haya sido el último de los políticos capaces de hacer un prodigio casi literario del que hoy ninguno parece capaz: impulsar la acción, dibujar los sueños, acentuar el futuro para olvidar el presente, disfrazar la falta de libertades y envolver los fracasos, con la palabra bien dicha y a borbotones.
Por eso y a su modo, Fidel Castro fue un literato, alguien que no se detenía a tropezar con la realidad y, en vez de eso, la sustituía por las reverberaciones de la imaginación, alguien para quien -como ocurre en la literatura, donde la página final es la prueba de que todo lo que antecede valió la pena- el sufrimiento presente no era más que la antesala de la felicidad futura. Eso es lo que explica la hazaña indesmentible de la Sierra Maestra; pero eso es también lo que explica que haya sido inmune y, al parecer, inconsciente de su propio fracaso.
Carlos Peña