Salvando las diferencias entre Chile y Estados Unidos, conviene preguntarse si la competencia presidencial entre Hillary Clinton y Donald Trump deja mensajes para nuestra política. Creo que es el caso, y que amerita reflexión, toda vez que, en múltiples aspectos, EE.UU. se anticipa al desarrollo de otros países o lo estimula mediante su influencia político-cultural.
Lo primero que constatamos en esa campaña es que, debido en gran parte al desprestigio de los políticos y a la preponderancia de la imagen y las redes sociales, los candidatos a los más altos cargos pueden surgir ahora de cualquier ámbito o experiencia. Trump, un empresario controvertido, se volvió famoso gracias a un programa de televisión y a haber sostenido durante años que Barack Obama no debía ser Presidente porque supuestamente nació fuera de EE.UU. Por otro lado, si bien Clinton, que lleva 35 años en política, aparece como favorita, aún no tiene respiro. Un "recién llegado" puede poner contra las cuerdas al político más experimentado.
Otro aspecto sobre el que conviene reflexionar es el sistema de primarias. En ellas suelen influir los más militantes de un partido, lo que favorece al candidato radical y obliga al moderado a radicalizar su retórica. Pero como sintonizar con la mayoría de una primaria no implica necesariamente sintonizar con la mayoría nacional, el necesario "ajuste" posterior del triunfador de la primaria agudiza la desconfianza hacia los políticos. ¿Contribuyen hoy las primarias más bien a polarizar a los países? ¿Serán la fórmula más conveniente?
El tercer aspecto, vinculado con el anterior, es el de los temas que los políticos tradicionales tienden a eludir por conveniencia o temor a ser políticamente incorrectos. La irrupción de Trump se debe a que plantea asuntos que inquietan a un sector de la población, asuntos que, al ser ignorados por años, fermentaron soterrados y terminaron por expresarse de forma visceral. No existiría el candidato Trump si demócratas y republicanos hubiesen abordado y encauzado debidamente la incertidumbre de millones de estadounidenses blancos, muchos de educación básica, ante la inmigración, la globalización y el terrorismo. De un político responsable se espera que detecte y asuma a tiempo los temas álgidos, y proponga alternativas razonables que se anticipen a las recetas populistas del color que sean.
Otra reflexión merece el enfriamiento de las expectativas de movilidad social de los estadounidenses en los últimos decenios, y el nivel de educación cívica, que se deterioró tras el desplome de los países comunistas. Durante la Guerra Fría, Occidente enfatizaba la superioridad de la libertad, la democracia liberal y la economía de mercado frente a la URSS y sus aliados. A partir de 1989, tal vez eufórico con "el fin de la historia", descuidó esa dimensión, error que se paga caro ante los adversarios de la sociedad abierta. Muchas generalizaciones de Trump están reñidas con los derechos de ciudadanos naturalizados, inmigrantes, mujeres o minorías, y hasta con la misma tradición republicana, pero el vasto apoyo que cosechan sugiere un desconocimiento de muchos de los principios de la democracia liberal.
Un quinto aspecto a tener en cuenta es el debate tanto entre los candidatos presidenciales como entre los periodistas: resulta débil en contenido político, excesivo en la indagación de la vida privada de los aspirantes, e incansable en la búsqueda meticulosa de signos que muestren el más mínimo cambio de posición de los candidatos. Tal vez el déficit político en el debate se debe también al hecho de que, a diferencia de Chile, la vida privada de los aspirantes a la Casa Blanca se ventila al revés y al derecho. De esta forma se desplaza el centro de gravedad de las discusiones, se personaliza la política, la "polis" cede su espacio a lo íntimo, y se desdibujan asuntos domésticos y mundiales.
Por último, corresponde preguntarse por el grado de responsabilidad que asume el estadounidense en política. Mal que mal, las decisiones de sus presidentes impactan en todo el planeta. El abstencionismo allá también es elevado, y muchos de quienes votan, lo hacen impulsados por emociones de último minuto. Están los que bajo ningún motivo votarían por los republicanos y los que jamás apoyarían a un demócrata, y un importante contingente de indecisos, ubicados al centro, que inclinan al final la balanza. Una gran incógnita la constituyen esta vez los "millenials" (nacidos entre 1982 y comienzos del 2000). ¿Irán a votar?
"El mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan", decía el historiador Arnold Toynbee, mensaje válido también para los chilenos. "Curiosamente los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado", afirmaba Alberto Moravia. Para muchos que votan impulsados por el entusiasmo, la ingenuidad o el cálculo pequeño -en Chile o EE.UU.-, los culpables a la hora de su desencanto son solo los políticos. En el marco del nexo ciudadanos-políticos, EE.UU. nos trae a la memoria ciertos retrovisores laterales de vehículos: Cuidado, el objeto que muestra este espejo puede estar más cerca de lo que parece.