En el contexto de la Bienal de Arquitectura de Venecia, en mayo pasado fui invitado por un equipo de investigadores de la Universidad Católica a comentar una muestra de 36 obras elegidas como icónicas de la arquitectura chilena actual. Como lego en el asunto intenté identificar algunos conceptos que, a pesar de su diversidad, amarrara estas obras entre sí. Uno de ellos, pensé, es pudor.
Podría haber elegido sobriedad, dignidad, simpleza, pero preferí pudor. A juicio del filósofo Eric Fiat, se trata de algo muy simple: lo opuesto a la coquetería. Uno oculta, la otra exhibe; uno valora la contención, la otra el exceso; uno ejercita la reverencia hacia los límites, el otro hacia la burla de los mismos.
Recordé esto a raíz de la controversia producida por el texto que responde las "100 preguntas sobre sexualidad adolescente". Él ha sido criticado, entre otros motivos, por abstraerse de la dimensión afectiva de la sexualidad y por introducir al Estado en un ámbito que sería exclusivo de la familia. Sus creadores lo defienden arguyendo que se limita a responder a interrogantes que se hacen los propios estudiantes, que combate mitos y que ayuda a que los jóvenes no tengan una relación culposa con el sexo. Me gustaría introducir otro punto de vista. Dice relación con el pudor y el erotismo.
Georges Bataille, en un libro clásico sobre el tema, afirma que no hay erotismo sin transgresión, ni transgresión sin prohibición: esta última, por lo mismo, es el motor del erotismo. De ahí que el placer sexual está inextricablemente unido con lo prohibido, con la supresión del límite, con la violación de lo vedado, con el espasmo ante el misterio, con el descubrimiento de lo desconocido, con el desafío al tabú, con la mezcla de culpa y deseo que provoca el exceso, la exuberancia, la voluptuosidad, el desborde, el frenesí. Pues bien, todo esto es lo que los creadores del texto en cuestión parecen empeñados en suprimir. Lo que conduce a disociar el sexo de aquello que lo hace sagrado, el erotismo, el cual surge de experimentar, sin manuales ni racionalizaciones, el embrujo del misterio, el miedo de lo prohibido, la superación del pudor.
Lo del texto de sexualidad no es una excepción. Es otra manifestación de educadores y expertos que estiman que su deber hacia los niños y jóvenes es hartarlos de respuestas hasta dejarlos sin preguntas. Como si educar fuera revelarles todo misterio, levantarles toda prohibición, derribarles todo tabú, racionalizarles todo lo sagrado, economizarles todo descubrimiento, evitarles todo sentimiento de exceso, ahorrarles toda transgresión, librarlos de toda culpa, economizarles todo fracaso, emanciparlos de todo pudor.
Las obras que me tocó comentar en Venecia están en las antípodas de esa tendencia, muy propia de nuestra época. Su interés, me pareció, está en lo que ocultan, no en lo que ostentan; su fuerza reposa en la simplicidad, no en el artificio; su creatividad se sostiene en la escasez, no en la abundancia. Expresan ese pudor que se confunde con lo que podríamos llamar la identidad de Chile, forjada históricamente en la obligación de evitar el exceso, el despilfarro, la coquetería.
El pudor es espontáneo. Cuando se vuelve consciente de sí mismo, en ese mismo instante se muta en coquetería, la cual es siempre premeditada. El pudor, ojo, no tiene nada que ver con la mojigatería: esta última es la represión del deseo; el primero, en cambio, lo protege, lo estimula, lo condimenta.
El pudor es la antesala del erotismo; y ambos germinan mejor en la penumbra que bajo los reflectores de los iluminados.