Esta es una de esas películas rabiosamente pacifistas, de aquellas que tienen que torcerle un poco el pescuezo a las posibilidades para poder decir lo que quieren, con fuerza y rotundidad. Jean Renoir fue el gran maestro de esta línea de cine y Mandarinas sigue esa huella por el pacifismo, por el realismo e incluso por ese mundo rural, frutal, donde la paleta de colores invita a un glorioso y entrañable impresionismo.
El trasfondo es tremendo: la guerra de 1992 entre la ex república soviética de Georgia (cuna de Stalin) y la república autónoma de Abjasia, uno de los conflictos étnicos más desgarradores del Cáucaso. Con el apoyo no reconocido de Rusia, miles de militares, civiles y mercenarios de diversas etnias caucásicas formaron las milicias de Abjasia para separarse del control de la recién creada república libre de los georgianos. En esas tierras vivían, curiosamente, grandes colonias de estonios asentados más de dos siglos atrás, los que fueron obligados a retornar a sus tierras lejanas, junto al Báltico, mientras los milicianos y soldados se asesinaban en las pequeñas granjas rurales.
La historia se desarrolla con solo cinco personajes. El principal es el estonio Ivo (Lembit Ulfsak), un hombre ya mayor que se ha quedado en la región, aunque toda su familia regresó hace ya tiempo a su patria original. Ivo quiere ayudar a su vecino Margus (Elmo Nüganen) a recolectar la cosecha anual de mandarinas, con cuya venta pretende cambiar de vida y marcharse también a Estonia.
Un tiroteo enfrente de la granja deja a dos heridos: el mercenario checheno Ahmed (Giorgi Nakazhidze), miliciano de los abjasios, y el soldado georgiano Nika (Mikheil Meskhi). Ivo decide alojar y cuidar a los dos enemigos, con la ayuda del quinto personaje, el médico Juhan (Raivo Trass), que muy pronto volverá también a Estonia.
La película hace verosímil lo improbable: en realidad, este es su mecanismo y también su discurso. Siendo la guerra un completo absurdo, donde nadie entiende lo que ocurre y todo está reducido a matar o esconderse, ¿por qué no podría ocurrir que dos feroces enemigos quedasen protegidos por casualidad bajo un mismo techo? La regla es una sola: nadie mata dentro del hogar.
Las mandarinas son la metáfora de una fuerza vital que crece a pesar de la guerra, pero que tampoco puede contenerla ni anularla. La imposibilidad de Ivo y Margus de cosecharlas sin ayuda muestra los límites de esa fecundidad (no es casual que la única imagen de una mujer sea la de una nieta que se marchó hace tiempo); es decir, marca la tenue línea entre la ilusión y la tragedia, que es el verdadero tema de esta cinta.
El cineasta Zaza Urushadze filma admirablemente, reservando cada encuadre, cada distancia, cada duración, no para el realismo materialista, sino para una rara forma de realismo espiritualista, los momentos precisos en que sus personajes se revelan. Nada sobra, nada es azaroso. Todo tiene, dentro de unas imágenes desnudas, la levedad cósmica de la desgracia. Una pequeña gran película, en la mejor tradición de Renoir, Rossellini y Kiarostami.