He seguido con fruición el caso de Rafael Garay, esa suerte de ícono del nuevo Chile que ahora se hunde en el descrédito, empujado por los mismos que ayer lo adoraban. Lo tenía todo: la calle frente a los poderes fácticos, la transparencia ante la opacidad, la limpieza ante una política podrida. Más encima tenía dinero y transpiraba éxito. Esto sedujo a los medios, que se entregaron a él sin hacerle preguntas que le fueran a incomodar. Ahora nos enteramos de que era todo mentira. Y que aún en esta época de diafanidad, nadie jamás se dio cuenta.
¿Por qué los chilenos creímos en él? ¿Por qué nos negamos a sospechar de sus historias? ¿Qué vacío llenaba de nosotros mismos? ¿Por qué ahora este afán morboso de desnudarlo?
Reconozco que mi fascinación con Garay está inducida por la novela de Javier Cercas "El impostor". Se trata de la historia verídica de un catalán ya nonagenario llamado Enric Marco, que por treinta años se presentó como un resistente antifranquista sobreviviente del campo de concentración de Flossenbürg, lo que le llevó a presidir la asociación que reúne a los sobrevivientes españoles del Holocausto. Esto le valió hablar en su nombre en un homenaje a las víctimas del nazismo en el Congreso de los Diputados, donde consiguió conmoverlos hasta las lágrimas. Sin embargo, apenas días antes que repitiera la escena en el campo de Mauthausen ante altos dignatarios europeos reunidos para conmemorar los sesenta años del fin del nazismo, la superchería fue descubierta.
En su libro Cercas hace la autopsia minuciosa del embuste que llevó a Marco a erguirse en un "rock-star de la llamada memoria histórica". Esto le lleva a reflexionar sobre el proceso de construcción del impostor, algo que es mucho más complejo -y a la vez común y adictivo- de lo que se cree. Observa, por ejemplo, que "las grandes mentiras se fabrican con pequeñas verdades", y por lo mismo, que "los buenos mentirosos no sólo trafican con mentiras, sino también con verdades": la mentira, digamos, es una verdad llevada al extremo. Anota a su vez que las mentiras, cuando son actuadas y cuando son aceptadas como ciertas por los demás, se transforman para quien las inventó en verdades: el impostor, cruzado cierto umbral, ya no distingue la verdad de la mentira; o para decirlo de otro modo, se acomoda a su propio relato o ficción, como de alguna manera sucede en el Neruda de Pablo Larraín y Guillermo Calderón.
Marco, el impostor, está lejos de ser un monstruo. Es un ser normal, que ha hecho lo que hacemos todos: evitar el compromiso y el heroísmo, estar donde están los demás, huir del pasado, en fin, adaptarnos a la vida y al tiempo que nos toca. Todos representamos un papel, dice Cercas. Su pecado estuvo en inventarse una vida exagerada, movido por ese deseo "de ser a toda costa aceptados, queridos y admirados, de nuestro absoluto rechazo a reconocernos tal y como somos y de nuestra invención permanente de una vida paralela, ficticia y halagadora, capaz de volvernos soportable la vida real", que es lo que nos lleva cotidianamente a producir y aceptar la mentira.
Marco, concluye Cercas, "es un espejo fidedigno de la tremenda historia de la España del último siglo". Lo mismo se puede decir de Garay respecto al Chile de los últimos años; una sociedad donde la visibilidad se volvió más valiosa que la consistencia, la espontaneidad más estimada que el rigor, el ingenio más admirado que la inteligencia, el éxito más estimado que el esfuerzo, la novedad más apreciada que la trayectoria, la astucia más meritoria que el trabajo.
"Todos, de algún modo, somos Enric Marco", remata Cercas. De la misma manera todos, de algún modo, somos Rafael Garay.