Esta película suscita problemas parecidos a los que se han planteado antes, por poner un ejemplo cercano, con las cintas de Claudia Llosa sobre la sierra andina: no son documentales, sus premisas son enteramente ficticias, sus personajes están cargados de imaginación, pero trabajan sobre culturas tan ignotas, que cada dato parece la revelación de una realidad desconocida. Y, para peor, esto es y no es cierto.
En El abrazo de la serpiente, además, las imágenes en blanco y negro poseen una cualidad documental que añade una verosimilitud de la que es difícil sustraerse. Y, sin embargo, no es un documental, sino una historia ficticia que busca reconstruir, con elementos reales y fantásticos, dos relatos remotos, contenidos en los diarios de viaje de dos científicos que en la primera mitad del siglo XX se metieron en la Amazonia menos explorada, la región colombiana de Vaupés, fronteriza con Brasil y de alguna cercanía con Perú: el etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg (Von Martius en la cinta), que estuvo en la primera década del siglo XX, y el botánico estadounidense Richard Evans Schultes, que trató de repetir sus rutas 40 años más tarde.
Ambos buscan la yakruna, una planta legendaria, con infinitas capacidades medicinales, que fue cultivada por el pueblo extinguido de los coihuanos. El relato se inicia cuando el profesor Von Martius (Jan Bijvoet) llega enfermo hasta el lugar donde mora el último coihuano, el joven chamán Karamakate (Nilbio Torres). Y luego alterna con el arribo, al mismo lugar, pero en 1940, del botánico Schultes (Brionne Davis), que encuentra a un Karamakate (Antonio Bolívar) ya viejo, olvidadizo y errático.
Schultes quiere repetir el viaje de Von Martius con la convicción de que hallará la yakruna, pero a sabiendas de que Von Martius dejó la vida en la Amazonia. Es razonable, entonces, que el filme dedique mucho más tiempo a la peripecia del alemán que a la del estadounidense. Hay cierto barroquismo en el paralelo de las aventuras, ambas cargadas de una inquietante mixtura entre los momentos contemplativos y la presencia ominosa de la explotación del caucho.
Pero los instantes cruciales, donde todo el paralelo converge, son los que están situados en el centro exacto del metraje: los dos encuentros con la misión de San Antonio de Padua, choque despiadado entre la naturaleza y la civilización en el que "algo salió mal", como observa con una agudeza idiotizada Karamakate, único testigo del vacío que provocó la bondad de Von Martius y la no cultura que lo ha llenado.
Bastaría ese contraste brutal, inesperado en su crueldad y perturbador en su salvajismo (Buñuel parece andar por aquí), para que El abrazo de la serpiente figure en los anales del cine latinoamericano como una revelación que resiste, contraría y desarma todas las simplificaciones, incluso las suyas. Una barbaridad de película.