Terminaron las Fiestas Patrias, una de las pocas ocasiones en las que nos unimos para rendir reverencia a nuestro pasado, en este caso al acto fundacional de esto que llamamos una nación, que al final no es otra cosa que una memoria compartida, compuesta por una amalgama de recuerdos, mitos y olvidos; una memoria que tiene luces y sombras, episodios heroicos y miserables, personajes nobles y villanos, pero que, raya para la suma, produce en quienes la comparten más orgullo que vergüenza, y el sentimiento difuso de pertenecer a algo que viene y va más allá de nosotros como individuos.
La modernidad creyó que el nacionalismo correría la misma suerte que la religión, un arcaísmo superado por la racionalidad, el individualismo y el apego a los intereses económicos. Pero se equivocó. Toda la historia del siglo 20, con sus dos guerras mundiales, fue la demostración palmaria de que los seres humanos no están dispuestos a sacrificar sus pasiones y resignar sus creencias a la racionalidad, ni resignar el honor y la gloria ante el cálculo económico.
El siglo 21 muestra lo mismo. La forma más extrema la representa el fundamentalismo islámico, que usa la religión para movilizar a jóvenes en todo el mundo en rechazo a la globalización. Pero hay expresiones más cercanas, como el apoyo de la población inglesa al Brexit, el respaldo pertinaz de los trabajadores blancos a Trump, o la identificación de los antiguos obreros comunistas franceses con Le Pen. A todos ellos los une el mismo temor ante un horizonte amenazante frente al cual se sienten cada vez más solos e impotentes, pues no cuentan ya con los soportes que les brindaban las industrias, las iglesias, el vecindario o los sindicatos. En esta era post-nacionalista, no disponen tampoco de esa protección, al menos simbólica, que les proveían las fronteras. Ni se sienten interpretados por una élite globalizada que solo vibra con la economía, el intercambio y la liberalización, y mira con desprecio todo lo que diga relación con la identidad, los límites y la nación. Y están hartos de políticas públicas que solo se ocupan de la inclusión de las minorías -entre ellos los inmigrantes- y dejan a las mayorías a su suerte. Esto les lleva a la búsqueda de recuperar el poder de decidir -no importa lo que esto signifique- frente a entes supranacionales que sienten se lo han expropiado, ya sea la burocracia de Bruselas, los tratados de libre comercio o las empresas transnacionales.
¿Que es irracional, emocional, antieconómico? Poco importa: lo cierto es que esas son las corrientes que hoy dominan el mundo. La ilusión que los individuos estaríamos dispuestos a vivir y morir por ecuaciones, ebitdas, políticas públicas o la bandera de la ONU, estalla por los aires. Como escribiera Pierre Hassner, estamos ante "la revancha de las pasiones", tanto de tipo religioso como nacionalista; revancha que toma muchas veces formas violentas y pervertidas. En lugar de negarlas, sería hora de prestarles atención, más en sociedades cada vez más complejas y seculares que requieren compartir creencias comunes para resistir las fuerzas centrífugas. Ya lo advirtió Spinoza hace cuatro siglos: no se puede vencer una pasión si no es reemplazándola por otra.
El nacionalismo ha sido considerado, con razón, como una religión cívica. Él requiere, al igual que las creencias religiosas, ser cultivado para que crezca rectamente. Esto se logra apelando al recuerdo de los fundadores, haciendo la apología de los héroes y mártires, rememorando los episodios más relucientes, expresando gratitud a los antepasados, proyectándose en un futuro radiante y compartido, y muy especialmente, mediante ritos y ceremonias donde los miembros puedan sentirse materialmente parte de una misma comunidad. Esto en Chile lo hacemos poco, y nos puede costar caro. Pero aún tenemos el 18.