Que el Ministerio de Educación quiera suprimir la filosofía en la enseñanza secundaria, subsumiéndola bajo una supuesta educación para la ciudadanía, no puede causar ningún escándalo.
Los escandalosos hemos sido todos los que la hemos herido de muerte en los últimos años.
En esto sí que todos somos culpables.
Culpables son aquellos profesores de la asignatura que la han transformado en vía de adoctrinamiento político o en canal de frívolo psicologismo o en dinámicas grupales de adolescentes inclinados a una frustración definitiva (como la que exhiben esos mismos profesores).
Algunos, por cierto, lo intentan con seriedad, pero en un clima escolar en que la filosofía está acorralada por proyectos educativos en que los índices PSU son lo importante, aunque el egresado de esas instituciones se presente al primer año de universidad solo como una eficaz maquinita que emite respuestas precocidas.
A su vez, responsables son todos aquellos padres que han desalentado a los hijos que querían estudiar filosofía, justamente porque en sus colegios ha habido un ambiente proclive al razonamiento. Son los mismos adultos que se quejan amargamente del avance de las izquierdas y de la secularización, y que quisieran que "alguien haga algo", aunque por supuesto no deben ser sus hijos quienes se lancen a esa aventura.
Ellos mismos, quizás, integran las filas de los tecnócratas de todos los colores que han repetido el mantra: "la filosofía no sirve para nada, la filosofía no sirve para nada...", mientras argumentan del modo más racional posible sobre los beneficios de la técnica.
A su lado, casi todos los políticos se niegan a razonar, agreden con frases hechas, descalifican a sus adversarios e imponen fórmulas nunca debatidas. Todos los que incurren en esta práctica lo hacen toscamente, menos los comunistas, maestros del daño doble, porque descalifican ponderadamente; lo hacen con la frialdad de un aparente profesor de filosofía.
Entonces, en ese clima, miles de individuos incapaces de definir un concepto o de defender un argumento, se han sumado a las praxis antifilosóficas por excelencia: el prejuicio y el sofisma. Usan el cartel, el graffiti , el posteo, el tweet. Escupen sus iras, sus resentimientos. Todo muy filosófico, ya se ve.
Se rebelan también grupos movilizados de alumnos universitarios que piden la supresión de la asignatura en las pocas facultades en que se enseña en serio, porque no están dispuestos a ser adoctrinados, dicen, cuando en realidad lo que los fastidia es el rigor de la lógica y la exigencia del método, porque las dos son coordenadas incompatibles con sus vidas desorbitadas.
Y si de pastores se trata, no faltan los que han convertido sus cátedras en meras instancias de motivación a la acción: hacer, hacer, hacer. Eso supuestamente llenará la vida, aunque apenas se haya pensado por qué y para qué. Reflexionar, ya se sabe, podría llevar a algunas ovejas a enmendar el rumbo, a cambiar de pastor.
Todo eso quedaría ahí, en espasmos de dimensión menor, si no fuera por tantos comunicadores y publicistas, que en sus pautas siempre se preguntan: ¿Cómo provocamos emociones? ¿Cómo desatamos sentimientos? Porque saben que el razonamiento consigue solo un bajo rating , mientras que la pasión lo hace subir, espumita que a todos beneficia... económicamente. Y así se multiplica la irracionalidad.
Entonces, con el panorama anterior, con la contribución sistemática que hemos hecho a la degradación de la filosofía en sus más elementales manifestaciones -reflexión, razonamiento, lectura, diálogo-, ¿vamos a pedirle al Ministerio de Educación actual que fortalezca la disciplina y la purifique de sus vicios?