Artistas ilustres oriundos de nuestro primer puerto no han sido escasos: Valenzuela Puelma, Ramón Subercaseaux, Orrego Luco, Helsby, Mori, Couve, Bravo, el gran Juan Luis Martínez. La mayoría de ellos, no obstante, se estableció en Santiago. Por lo tanto enfrentar, de golpe y porrazo, un grupo de dieciséis jóvenes artistas porteños, desconocidos -al menos en Santiago- y talentosos, constituye un hecho sorprendente. Egresados hace seis años de universidades de Valparaíso, el olfato sagaz de la Corporación Cultural de Las Condes hoy los está exponiendo en su sala de avenida Apoquindo. Y todos ellos se reúnen alrededor de un objetivo común: su inquietud, su desconcierto por la catástrofe que ha sufrido y sigue sufriendo la antes denominada Perla del Pacífico. Los incendios desbastadores, la furia mercantil que invade la naturaleza, la contaminación culpable, el desenfreno turístico, los indiscriminados rayados murales -nada tienen que ver con los grafitis-, la ausencia de medidas de conservación, de reparación y de un bien pensado ordenamiento urbano son los culpables que la ciudadanía reconoce. Responsabilidad mantenida, que va más allá del régimen político del momento.
Que el juvenil conjunto visitante merece hacerse oír, no cabe duda: sus obras resultan una bocanada de aire fresco, de calidad plástica genuina, de hábil manejo de los medios visuales de hoy. Valga, por lo tanto, referirse a cada uno de los expositores por separado. Para comenzar, dentro del conjunto probablemente destaca la belleza formal alcanzada por Gabriela Vásquez. Su Camino de la pólvora corresponde a un testimonio de los efectos de la ciudad en llamas. Así, objetos, documentos y vegetales carbonizados aparecen dispuestos en sencillas cajas. Su aire funerario parece retratar la desesperanza en el futuro del habitante afectado. Más indirecta, Daniela Ilabaca ofrece un desarrollo serial irónico, donde la casa arquetípica es primero construida para, luego, incendiarse y elevar sobre sus escombros la congestión amplificadora del rascacielos. A similar saturación constructiva y con ejemplos concretos aluden Renato Órdenes y José Pemjean. El primero construye, elocuente, una multiplicación de casitas blancas, todas iguales y diminutas que ya asuelan, sin orden ni concierto, los suelos próximos a nuestro puerto principal. Al segundo le basta la fotografía. Por medio de esta retrata la realidad evidente del Concón costero, que desaparece tragado por una escalofriante sucesión de rascacielos; por detrás de estas estampas, se burla de nosotros un mosaico de almibaradas postales de turismo.
Visualmente poderosa y de voluntad conceptual, la instalación de Pablo Suazo recurre al rescate de pedazos de calaminas encontradas, como soporte para sus dibujos y textos alusivos, al que se suma una reunión de tarjetitas de libre circulación con aforismos y personajes de cómic. También productos de recolección en el puerto, los trocitos de baldosas de María Inés Galecio y su réplica bordada claman ante el peligro de una ciudad en ruinas. Y el bordado forma parte protagónica del mapa habitacional de Manuela Tromben. Por entero pictórica, la bonita reconstrucción ilusoria de un muro callejero, con restos descascarados de pigmento y grafitis abstractos, permiten a Gabriel Holzapfel demostrar su vigor plástico. En tanto que la pequeña y bien compuesta instalación multicolor de Pablo Saavedra transfigura con gracia burlona pueriles cornetas de juguete, para denunciar la proliferación de los productos chinos.
Por su parte, a una agrupación de heterogéneos ingredientes cotidianos echa mano Sebastián Gil para materializar la típica tendencia nacional a las soluciones precarias. Respecto a las fotografías pegadas sobre el muro de Felipe Mardones, si bien tienden a perder la unidad formal necesaria, muestran aspectos de la vida porteña. Al igual, aunque con vitalidad de documento directo, Carlos Silva nos entrega un recorrido en cámara lenta desde el microbús ordinario. Si Rodrigo Molina propone pintura tridimensional de sabor náutico, las alargadas fotos con color de Nemesio Orellana siguen la topografía peculiar del puerto. Igual intermediario poseen las vistas de íntimos salones de estilo y habitados por insólitos visitantes transformistas, de Juvenal Barría. Entretanto, ya antes de ingresar a la amplia sala municipal, en la planta baja, nos recibe Carlos Cerutti. Su gran bote pesquero de madera, adecuadamente intervenido, sirve de preludio a la exposición entera.
A la misma Corporación Cultural de Las Condes debemos un homenaje de cámara al célebre pintor porteño Alfredo Helsby (1862-1933). Son 22 cuadros, donde su gran protagonista, la luz a las distintas horas del día. Ella determina tanto la potencia masiva de la majestad andina, solamente dinamizada por las rupturas de sus quebradas profundas, como la disolución de sus contornos fragosos. Al mismo tiempo, el tratamiento luminoso resulta capaz de blanquear las aguas de la bahía -Valparaíso desde Alto Recreo, una de sus mejores telas-, de otorgar resplandores particulares a un Nocturno en el Támesis y a otras vistas londinenses, o hasta alcanzar a nuestro Parque Forestal nevado y con pájaros al vuelo.
Valparaíso, Post Panamax
16 jóvenes porteños entregan un testimonio potente del estado actual de su ciudad.
Lugar: Sala de Arte Las Condes.
Fecha: Hasta el 27 de agosto.
Alfredo Helsby, obsesionado por la luz
Lugar: Casa de Santa Rosa de Apoquindo5.
Fecha: Hasta el 9 de octubre.