El actual sistema de pensiones se basa en tres pilares: uno de ahorro individual obligatorio, que da lugar a la pensión a recibir; otro solidario, para suplementar la pensión si esta, por las razones que sean, es inferior a un monto mínimo definido previamente en el Parlamento; y un último voluntario, que otorga beneficios tributarios transitorios para quienes deseen ahorrar más durante su vida laboral y así incrementar su posterior pensión.

La reforma al sistema propuesta por la Presidenta Bachelet tiene como elemento principal el aumento de la cotización mensual del actual 10% a un 15%, en un plazo de 10 años. Ese 5% adicional será de cargo del empleador -probablemente en el mediano plazo se producirá un acomodo de salarios a la baja respecto de lo que habrían sido sin reforma, para reflejar ese mayor costo laboral- y se destinará a dos fondos: uno intergeneracional, para incrementar las pensiones de los actuales jubilados, y el otro, intrageneracional, a ser repartido entre los futuros jubilados con menores pensiones. Esto significa, en la práctica, que un tercio del sistema -equivalente a ese 5% adicional- será de reparto, en una modalidad distinta del actual pilar solidario. En efecto, este último proviene de rentas generales de la nación y su carga presupuestaria queda estipulada cada vez que se define el valor de esa pensión mínima. En el esquema propuesto no se sabe de qué manera se vinculará ese incremento de cotización con el valor de las pensiones de los actuales y futuros jubilados, quedando un amplio espacio para que las presiones políticas futuras desfinancien al sistema. De ahí la importancia de los detalles de su funcionamiento.

Hay otros elementos de la reforma que también requieren un análisis muy cuidadoso. En primer lugar, la propuesta de calcular las tablas de mortalidad sin distinción de género. Dado que las expectativas de vida de las mujeres son mayores que las de los hombres, se establece un claro incentivo para que estos últimos escojan la modalidad de retiro programado en vez de renta vitalicia, introduciendo un estrés financiero a las rentas vitalicias si estas, como probablemente ocurra, las elegirán mayoritariamente las mujeres. Asimismo, el hecho de que no se destine nada del 5% de cotización adicional a la capitalización individual impide que mejoren las pensiones de una parte importante de los cotizantes, uno de los objetivos declarados de la reforma. Adicionalmente, como hay un tope salarial a la cotización, los salarios por sobre ese tope, es decir, aquellos más altos, contribuirán proporcionalmente menos a ese fondo, lo que hace que la propuesta sea doblemente regresiva para la clase media, aun elevando el tope en un 50% como se ha propuesto.

Hay otras proposiciones de carácter secundario, que reflejan sesgos contrarios al actual sistema. La incorporación de afiliados a la revisión de las políticas de inversión de los fondos recaudados por las AFP revela un desconocimiento de la sofisticación que las tesorerías y los comités de inversión tienen en el mundo contemporáneo, y solo puede augurar problemas. Lo mismo ocurre con la propuesta de incorporar afiliados al directorio de las AFP, como se ha visto en el caso de Codelco, dados los conflictos de interés que se producen. También imponer a las AFP que se hagan cargo de las comisiones que les cobran los fondos en los que ellas, a su vez, invierten, no solo es engorroso administrativamente, sino que necesariamente requerirá ser compensado con un aumento de la comisión mensual. Por su parte, el descuento de las comisiones cuando la rentabilidad sea negativa induce a una política más conservadora de lo necesario.

Son muchos los detalles de este proyecto que es necesario aclarar. En materias técnicamente complejas, pequeños errores pueden provocar grandes problemas.