Todo gobierno tiene la misión de satisfacer las aspiraciones de la sociedad. Para lograrlo debe elegir entre dos modelos para organizar su gestión política: la cerrada, donde solo opera los recursos e instrumentos que controla directamente, aceptando un rol subordinado del resto de la sociedad; y la abierta, en que además de los mecanismos disponibles dentro del gobierno, se busca que sean las mismas personas, las organizaciones civiles y las empresas las que asuman responsabilidad y aporten a la solución de los problemas colectivos.
De acuerdo a esta premisa, no resulta aventurado sostener que en los últimos años hemos tendido hacia una gobernabilidad de tipo cerrada, y hoy se hacen evidentes sus limitaciones para resolver los complejos desafíos que estamos enfrentando. Es claro que necesitamos un pacto para volver a un modelo de gobernabilidad abierta.
Es importante distinguir entre una gobernabilidad abierta y una transparente. La primera se refiere al proceso de toma de decisiones -dentro y fuera del gobierno-, mientras que la segunda solo mide la información que recibe la ciudadanía. Un gobierno abierto buscará influir en los actores que están fuera de su ámbito y aprovechará sus acciones para avanzar en los problemas de todos.
La administración Piñera optó por tomar distancia de los grupos empresariales y de la élite influyente, especialmente después del caso La Polar en 2011. La idea de un gobierno de excelencia y la abundancia de recursos públicos facilitaron este giro hacia un estilo cerrado de gobernabilidad. La Nueva Mayoría selló este distanciamiento, arrastrada por el hermetismo del comando, el entusiasmo refundacional de los primeros meses de la administración y un cálculo abultado de los recursos fiscales disponibles.
Así, en vez de generar mecanismos institucionales para que sea toda la sociedad la que protagonice las reformas orientadas al bien común, el gobierno optó por instalar una gobernabilidad distanciada del mundo político, de la élite, de las organizaciones civiles y del resto de la sociedad. Hasta los rectores se quejan cuando se informan por la prensa de las decisiones sobre educación superior y hablan de "exceso de hermetismo" en la elaboración de las políticas. Lo mismo dicen quienes han integrado comisiones asesoras o los parlamentarios de la Nueva Mayoría en temas tan diversos como la educación, la ciencia y las pensiones.
La gobernabilidad cerrada implica una serie de inconvenientes para el progreso del país. Primero, se pierde la sintonía con los cambios en el entorno y se dilatan los ajustes a la hoja de ruta, por lo que la ciudadanía se desencanta. Segundo, los gobiernos cerrados generan mayor incertidumbre en la sociedad, porque abusan de las decisiones discrecionales (Barrancones, por ejemplo) y tienden a la sobrerregulación, porque permanecen ciegos a las consecuencias de sus decisiones. Tercero, la eficiencia de las políticas que operan en una gobernabilidad cerrada es baja, porque todo el costo recae en el presupuesto fiscal (gratuidad universal, bonos) y la capacidad de ejecución del gobierno se ha debilitado.
Una parte significativa de la incertidumbre que estamos viviendo en el país se debe a que tenemos un sistema cerrado de gobierno, cuya efectividad depende más de la billetera fiscal que de la capacidad de movilización del resto de la sociedad. Ahora que enfrentamos un período de vacas flacas esta debilidad se puede convertir en el principal obstáculo para el progreso del país, pero al mismo tiempo es una enorme oportunidad porque disponemos de las capacidades para cambiar el estilo de gobernabilidad.
Ante este desafío necesitamos un pacto que cubra tres ámbitos. Primero, se debe despejar la confusión que hemos creado al identificar lo público con lo estatal, creyendo erróneamente que el gobierno tiene la exclusividad en la definición de los objetivos comunes. Necesitamos una visión comprensiva, en que lo público está abierto a todos los que tengan interés en aportar a resolver los problemas de la vida en común. Precisamente, la condición para enfrentar con éxito los desafíos colectivos es tener la capacidad para congregar los esfuerzos de unos y de otros. Esta gobernabilidad solo es posible en un modelo abierto.
Segundo, la gobernabilidad abierta se construye en base a contrapesos. Nuestra institucionalidad para la participación es débil y enfrenta el riesgo de que las decisiones sean capturadas por intereses particulares. Pero en vez de cerrar el gobierno, este peligro debe llevarnos a construir contrapesos más sólidos. La actual tendencia legislativa (proyecto de reforma código de aguas, ley de transmisión eléctrica) es a privilegiar la discrecionalidad. En contraste, la propuesta de una Comisión de Mercado Financiero va en el sentido opuesto, al construir un contrapeso al regulador. Este último es el modelo que necesitamos extender hacia otros sectores en los que hay un exceso de incertidumbre.
Tercero, las políticas públicas deben tener estabilidad para ser efectivas. Esto se logra al integrar el horizonte de mediano plazo con la gestión del día a día. En lo primero hay más espacio para involucrar al resto de la sociedad, mientras que en el corto plazo el gobierno tiene un rol predominante. Es indispensable para la estabilidad de las políticas que la institucionalidad permita un balance entre estas dos perspectivas, para lo cual es fundamental trabajar en una gobernabilidad abierta.
En síntesis, cuando el gobierno se ha quedado sin recursos, el propósito de alcanzar las expectativas de la población requiere recurrir a las capacidades del resto de la sociedad. Para lograrlo debemos hacer un pacto que nos permita transitar desde una gobernabilidad cerrada a otra abierta. Este es el desafío más relevante para la organización de las políticas públicas y la acción del gobierno en los próximos años.