Más de cuarenta días alcanzó a estar en prisión el senador Jaime Orpis, tras ser formalizado por delitos tributarios y de cohecho, porque la Corte de Apelaciones de Santiago lo calificó como "peligro para la sociedad". En otro proceso la Corte de Temuco sometió nuevamente a prisión preventiva a Francisca Linconao. La machi, imputada por el incendio que causó la muerte del matrimonio Luchsinger-Mackay, también constituiría un peligro para la sociedad.
Los lectores pueden cuestionar que compare las situaciones de Orpis y Linconao, y justificarán la prisión de uno y criticarán la del otro por su personal apreciación de la gravedad de los delitos. Pero razonar así es partir de un prejuicio que no por extendido deja de ser falso, esto es, que la prisión preventiva constituye un escarmiento por ilícitos comprobados. No es así, y por ello ambos casos en este aspecto son equivalentes: se trata de personas cuya responsabilidad penal se está investigando y que bien podrían ser declaradas inocentes y, sin embargo, se les aplica una severa restricción de sus derechos fundamentales solo por la presión mediática. Los medios no dudaron en motejar a Orpis como el primer senador que "va preso"; de Linconao titularon "machi vuelve a la cárcel".
En esto el nuevo proceso penal está repitiendo los vicios del antiguo, a pesar de que el Código Procesal Penal consignó la prisión preventiva como una medida excepcional y subsidiaria, aplicable únicamente cuando las otras medidas cautelares no sean suficientes. Solo debe decretarse prisión preventiva para evitar que el imputado se fugue, que obstaculice la investigación o que reincida en los hechos delictivos (suponiendo que hubiera cometido aquel por el que se le investiga). Ni del senador ni de la machi podría decirse, en el supuesto de ser culpables (lo que ellos niegan), que van a seguir delinquiendo.
Es cierto, como apuntó en este diario el profesor de la UDP Mauricio Duce, que los parlamentarios, tratando de resolver por ley el problema de la seguridad pública, han contribuido a desdibujar el carácter cautelar de la prisión preventiva.
Pero a mi juicio los mayores responsables del abuso son algunos fiscales del Ministerio Público. Son aquellos que mientras archivan causas por delitos que llaman "de bagatela", asumen un protagonismo inusitado en procesos de alta repercusión. Primero utilizan la amenaza de la prisión preventiva para negociar con los futuros imputados: "Si no colaboras conmigo, te vas a la cárcel". Luego transforman una diligencia como la formalización, diseñada como garantía del imputado, en un verdadero minijuicio. Afirman categóricamente la culpabilidad del que se supone van a comenzar a investigar y tratan de persuadir al juez y a los medios -recordemos que muchas de estas audiencias son televisadas- que se está ante delincuentes de la peor calaña.
¿Quién puede pensar que después de esos inflamados alegatos el fiscal actuará con profesionalismo y cumplirá con su obligación de investigar con igual celo los hechos que tiendan a fundar la culpabilidad del imputado como aquellos que revelan su inocencia?
La audiencia termina cuando el juez, a petición del fiscal, resuelve las medidas cautelares que se aplicarán a los formalizados. A los ojos del público no son otra cosa que las penas resultantes de este sumarísimo juicio, máxime cuando se impone la prisión preventiva con el argumento de ser el afectado un "peligro" para la seguridad de la sociedad.
Los casos de Orpis y Linconao debieran servir para que el Ministerio Público rectifique esta mala práctica y evite calificar de "peligro" para la sociedad a una persona solo porque así lo pide una opinión pública desinformada. Lo mismo debe esperarse de los jueces, en especial de los que integran las Cortes de Apelaciones.
Porque está claro: lo que es un peligro para la sociedad es el socavamiento del Estado de Derecho, más aún cuando se produce por la actuación de aquellos llamados a garantizarlo.