Voy de paseo por el barrio poniente de Santiago, a conocer un nuevo y celebrado espacio cultural, de arquitectura reluciente dentro del cascarón de lo que fuera un soberbio conjunto de antiguas casas que sobrevivían los embates del tiempo hasta que, como es ya habitual, un feroz incendio las dejó en el suelo. El nuevo lugar es bello y útil, sin duda; atraerá un público interesante y dará un renovado impulso al barrio que lleva décadas debatiéndose con angustia visceral entre la vida y la muerte, entre la ruina espléndida y la mediocridad contemporánea, entre los despojos de una época de grandes convicciones cívicas -es decir, de gran belleza colectiva- y la esperanza de un renacimiento. Aquí, sin embargo, lo que antes fuera un conjunto de casas, con puertas y ventanas llenas de vida cotidiana, dialogando siempre con la calle, hoy es un murallón impecablemente restaurado, pero estéril. Es un signo de los tiempos.
Dejo el lugar y camino por el barrio. La mayoría de las casas son típicas de las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX; época de profundo orgullo republicano y excelente desarrollo urbano gracias a las riquezas del salitre y la influencia global de Francia. Muchas de las construcciones son de un piso, con elegantes fachadas continuas y algo elevadas sobre la calle; adentro se organizan en torno a galerías y frondosos patios, de manera que cada casa es un universo. De pronto, me encuentro con una vieja puerta entornada por donde entran y salen personas que reconozco como locales; algunos conversan en la vereda en voz baja, en actitud de velorio. Sobre la puerta hay un letrero hecho a mano que dice "Se vende todo". Me adentro por el zaguán y, como si viajara en la máquina del tiempo de Wells, aterrizo en otro momento de la historia. Es una casa de grandes habitaciones en torno a una galería con vidrios de colores que a su vez rodea un pequeño y delicioso patio comandado por una antigua buganvilia. Es una casa muy bella, pero con un descuido que habla de décadas de pobreza. Pero es también un descuido que me permite, a falta de intervenciones nefastas, observar la exquisita calidad de las carpinterías, la quincallería, los coloridos originales, los fantásticos papeles murales, los entablados del piso y las instalaciones de baños y cocina.
"La señora ha muerto", me dicen. "Les ha dejado todo a las sobrinas". Las sobrinas están sentadas en un rincón, en un improvisado mesón con una calculadora y un cuaderno, afanadas envolviendo artículos en papel de diario. Todo está a la venta, efectivamente, y son los vecinos los que vienen a merodear y dar una última mirada a la casa de quien fuera uno de ellos. En el desorden de la venta, entre muebles, revistas, rumas de ropa y objetos curiosos, advierto un par de graciosos vasos y pronto reúno un juego de doce. Las sobrinas me cobran un precio módico y me los envuelven. Hoy, cada vez que los uso, ruego por esa casa.