"Chile ha sido un país altamente dependiente de sus núcleos dominantes -políticos, empresarios, intelectuales, periodistas, artistas, militares, académicos-. Ellos han ejercido desde siempre un dominio incontestado sobre sus preocupaciones y conductas. Pero ahora la gente se está rebelando contra las verdades arregladas por las élites, sea con fines patrióticos, económicos, morales; está aspirando a más información, a más transparencia. Y está descubriendo, con una mezcla de curiosidad y asombro -y también alivio-, que aquellas no son ni más altruistas ni menos sórdidas que ella misma. La nueva tendencia es angustiante para las élites, pero sana para el país".
Eso lo escribí hace quince años. Lo recordé ahora, a raíz del Brexit. Este en el fondo revela lo mismo que mencionaba ahí: un rechazo a las élites, en particular esta que en el último medio siglo ha ejercido una incontestada hegemonía en todo el planeta: la élite económica globalizada, esa que lee The Economist antes que la prensa local, que está más cómoda en los aeropuertos que en los campos de producción, que vibra más con los algoritmos que con las banderas. La emergencia de Trump en Estados Unidos comparte el mismo patrón. Y lo que hemos experimentado en Chile en los últimos años, si se me permite, también. En efecto, la rebelión popular contra el "gobierno de excelencia" de Piñera, o la ilusión del "nuevo ciclo" bajo la figura de Bachelet y la conducción de la G90, son expresiones de la misma pulsión antiélite, la cual por lo demás está aún lejos de agotarse.
El Brexit ha provocado en la élite globalizada una reacción un tanto histérica, que se niega a mirar lo que hay en el trasfondo. The Economist ha sido una excepción. "Su ira es justificada", dice refiriéndose a los que votaron por la salida. "Los proponentes de la globalización, incluida esta revista, deben reconocer que los tecnócratas han cometido errores y que la gente ordinaria ha pagado el precio". El incremento del bienestar se ha concentrado en unos pocos y las políticas públicas, agrega, "no han hecho lo suficiente para ayudar a los perdedores", que se sienten solos y sin control sobre sus propias vidas. Esto parece darle la razón a lo que dijera una vez el historiador francés Jacques Juilliard: que "una vez que los capitalistas dejaron de tenerles miedo a los comunistas, se volvieron locos".
Pero ya no tiene caso llorar sobre la leche derramada. Lo importante ahora es evitar que el rechazo a la globalización -y a su base económica, el capitalismo- desemboque en lo mismo que desembocó hace un siglo: nacionalismo, xenofobia, crisis económicas y guerras. La "elitexit" tiene este riesgo.
"El peligro -escribía en esa misma columna- es que estemos sustituyendo la élite-manía por una élite-fobia, esto es, la persecución feroz de los núcleos dirigentes y la destrucción sistemática de las instituciones en que ellos se apoyan, lo que podría terminar con la renuncia a toda forma de conducción para el país. La élite chilena debe defender su rol. Pero esto no lo conseguirá combatiendo la transparencia o bajando nuevamente los tupidos velos o empinándose de nuevo sobre un Olimpo sagrado, sino parándose de una forma más humilde ante la sociedad".
Eso mismo vale, creo, a nivel global. Hay que tener presente que el mejor fermento para las guerras y las revoluciones no son los Estados fuertes, sino los Estados frágiles, sin legitimidad y sin conducción. Y seamos claros: no hay Estados sin élites. La historia enseña, por lo demás, que basta un pequeño accidente (un atentado en Sarajevo, por ejemplo) para desencadenar la tragedia. Lo mismo vale a nivel local.