José Luis Sierra se debió haber ido mucho antes de Colo Colo. Por ejemplo, cuando cayó con el colista San Marcos en Arica e hipotecó la cómoda ventaja que llevaba en el pasado campeonato. Aquella vez, el entrenador dispuso una formación alternativa y el presidente Aníbal Mosa, un incontinente verbal que ha demostrado saber poco de fútbol y menos de liderazgo, cuestionó la decisión técnica pocas horas antes que los albos jugaran un partido clave por Copa Libertadores con Atlético Mineiro en Brasil.
Debió partir incluso antes de ese episodio en el que Mosa lo objetara públicamente. Sierra no debió haber transado en que no llegara ni siquiera la segunda línea de refuerzos que pidió para la temporada 2016. Se conformó con aguantar porque el desafío copero era evidentemente un atractivo que ameritaba el sacrificio y porque confiaba en que un plantel capaz pero viejo, el mismo que le había dado la corona, lograría soportar la carga. Su apuesta tuvo un manifiesto error de cálculo y el relato se fue apagando lentamente aun cuando la esperanza de ganar el torneo se extendió hasta el epílogo, más por los defectos ajenos que por las virtudes propias.
Convengamos que el estratega tampoco hizo gala de factores exógenos que, para el caso de entrenadores más "mediáticos" y preocupados del entorno, han servido tradicionalmente para capear temporales. Sierra cosechó el respaldo de Mosa en la medida que los resultados no incomodaron lo que al controlador le interesa más que nada: su popularidad, el reconocimiento de la gente, la legitimación como un colocolino de raza y no como un intruso pudiente que se siente más protagonista que los propios futbolistas. Pero, además, careció de la comprensión del socio distante, analítico, reflexivo, cada vez menos asiduo al Monumental, o de la complicidad del hincha desenfrenado que pretende que se golee en todos los partidos. El técnico saliente nunca pudo conquistar al colocolino promedio -ni siquiera con el título número 31- porque hay que reconocerle que su carácter conservador fue, durante su paso por el Cacique, directamente proporcional a lo cauto de su léxico.
A Sierra no hay que victimizarlo ni menos empinarlo como un símbolo de la dignificación de la profesión, como suele tentarse la prensa cuando un técnico abandona un club sin que medien razones deportivas o económicas. En la evaluación fría, Sierra no deja un sello futbolístico ni una campaña que vayan a perdurar; tampoco proyectó un buen manejo de grupo cuando algunos referentes del plantel, llámese Villar, Fierro, Barroso, Paredes, y en el caso extremo con Suazo, criticaron o deslizaron diferencias con su estilo de conducción sin que el DT fijara una posición consistente al respecto. Quedó en deuda, además, en el ítem promoción de talentos, salvo que los necesitara de manera extrema por la lesión de algún titular, y de igual manera en la consolidación de los refuerzos que supuestamente eligió.
Pero, fundamentalmente, Sierra fue débil para imponer su voz, su carácter, su genio, ante "la guerra fratricida" que Mosa diseñó para sacarlo de circulación o para que el hastío hiciera la tarea. Prefirió retirarse de escena en silencio, sin aspavientos ni histrionismo, casi con la misma indiferencia que lo recordara el hincha de Colo Colo.