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Editorial
Miércoles 06 de julio de 2016
Educación Superior: la esencia del proyecto
La voluntad de que sea el Estado el gran articulador del sistema también se ve reflejada en la reorganización del modelo de aseguramiento de la calidad a través de la creación de un Consejo que tiene un carácter de servicio público, a diferencia de la actual Comisión Nacional, que es un organismo autónomo...
Críticas de diversos sectores y de distinto carácter ha levantado el proyecto de reforma de la educación superior presentado por el Gobierno al Congreso. Pese a que la atención parece centrarse en la escasa posibilidad que tiene de cumplirse la promesa de gratuidad en un futuro cercano —el programa de Gobierno lo fijaba como meta al 2020, pero ahora aparece con un horizonte indeterminado—, son otros los aspectos más complejos y discutibles del proyecto, que tiene más de 200 artículos permanentes y otros 60 transitorios.
La incertidumbre respecto de la posibilidad de alcanzar la gratuidad universal puede ser bienvenida. No parece razonable que el país avance en esa dirección cuando hay tantas necesidades pendientes y esa es una política regresiva. En Chile hay una alta cobertura y el acceso de los grupos de más bajos ingresos y su graduación de la educación superior son claramente más elevados que en el resto de América Latina, incluyendo países que tienen una extendida gratuidad. Esto también es cierto al compararnos con varios países europeos. Sin embargo, es lamentable que no se haya pensado en un sistema de financiamiento general para todos los estudiantes que, sin perjuicio de no significar gratuidad, podría aliviar las fuertes cargas económicas que deben soportar muchas familias de ingresos medios.
Un factor particularmente grave del proyecto es que varios de sus disposiciones ponen en riesgo el sistema de provisión mixta que ha desarrollado el país por casi un siglo. En efecto, el control que tiene la nueva Subsecretaría de Educación Superior sobre el desarrollo del sistema a través de un conjunto de instrumentos no se aviene con la experiencia internacional. Así, será decisiva en la administración del sistema de admisión, en la definición de los estándares que aplicará el esquema de acreditación, en la fijación de los aranceles que podrán cobrar las instituciones que se sumen a la gratuidad a través de modelos de costos altamente discutibles, en la determinación de las vacantes que podrán ofrecer estas instituciones y en la creación del marco de cualificaciones que guiará la oferta de programas de todo el sistema de educación superior, entre otros aspectos.
Como si ello no fuese suficiente, esta subsecretaría podrá implementar políticas específicas dirigidas a moldear el desarrollo de las instituciones de educación superior; además, la asignación de aportes basales a las instituciones dejará de estar regulado por una ley, como ocurre en la actualidad con el Aporte Fiscal Directo —de hecho, este irá reduciéndose y se traspasará al nuevo fondo—, siendo objeto de un reglamento del Ministerio de Educación. Las instituciones privadas, en particular las del Consejo de Rectores, quedan en una situación muy vulnerable. Al mismo tiempo, las atribuciones que tendrá la futura Superintendencia de Educación Superior, lejos de buscar una regulación prudencial para garantizar el cumplimiento de la ley y la fe pública, suponen una intromisión indebida en las instituciones de educación superior.
La voluntad de que sea el Estado el gran articulador del sistema también se ve reflejada en la reorganización del modelo de aseguramiento de la calidad a través de la creación de un Consejo que tiene un carácter de servicio público, a diferencia de la actual Comisión Nacional, que es un organismo autónomo. Hay, de nuevo, aquí una señal poderosa respecto de las intenciones, advertidas o inadvertidas, de este proyecto que delatan la amenaza que este involucra para un sistema de provisión mixta. Asimismo, el esquema de acreditación obliga a todas las instituciones universitarias a demostrar capacidad para realizar “creación e investigación básica y aplicada”, algo que no parece indispensable en un sistema masivo de acceso a la educación superior.
En suma, hay una serie de exigencias que pueden limitar la provisión privada de educación superior o dificultarla en extremo sin que haya claridad de que esto pueda ser sustituido por instituciones estatales ni que eso sea deseable. Podría suceder, entonces, que el efecto de esta reforma sea reducir la cobertura sin aumentar la calidad general del sistema