Esta semana terminó la primera fase del proceso constituyente. Grupos de a diez a veinte personas decidieron reunirse para discutir acerca de los principios, valores, derechos, deberes e instituciones que, en su opinión, debiera contener un texto constitucional. Hubo cerca de seis mil de esas discusiones grupales.
¿Fueron representativas?
Para responderlo, es necesario saber lo que representación significa.
En la literatura se distinguen al menos tres significados de representación. El primero es descriptivo o pictórico. Así, se dice que la pintura representa el paisaje, que el rostro del hijo es la viva representación de su padre, etcétera. En este caso, la imagen del representante tiene los mismos rasgos que la del representado. El otro significado es normativo. Así, el abogado representa al cliente en el juicio, el diputado a sus electores, el padre al hijo menor. En este caso, hay una norma que indica que la voluntad del representante equivale a la del representado. Existe también la representación simbólica. La bandera, por ejemplo, representa a la patria. Una cosa, la bandera, despierta los sentimientos que se reúnen en otra, la patria.
¿En cuál de esos sentidos esos encuentros son representativos?
En ninguno.
Ni sus partícipes eran reflejo del pueblo cuyo poder constituyente jugaron a ejercer (es decir, no eran representantes en sentido pictórico), ni tampoco tenían autorización alguna para actuar en su nombre (o sea, no eran representantes en un sentido normativo), ni su presencia suscitaba la adhesión emocional que despierta el pueblo (o sea, no eran representantes en sentido simbólico). Puede afirmarse, entonces, sin exageración, que esos encuentros pudieron tener un valor escénico, performativo, a lo sumo indiciario; pero no representativo.
Lo anterior no significa, por supuesto, que carecieran de importancia.
Es probable que quienes participaron de ellos hayan vivido, por momentos, la ilusión de pensar sin orillas, como si habitaran un tiempo inmediatamente previo al contrato social que imaginaron los escritores del siglo XVII , un tiempo en el que tuvieran que decidir en qué tipo de sociedad, con qué derecho, deberes e instituciones y en base a qué principios vivirían. Ha de haber sido una experiencia, sin duda, inolvidable. Pero, como es obvio, de esa valiosa experiencia individual, de ese fugaz momento comunitario, de esa cohesión dialogal de dos o tres horas, de esa transitoria y breve amalgama cívica, no se sigue ninguna razón para compeler al conjunto de la ciudadanía a aceptar como valioso o digno de ser obedecido lo que allí se acordó.
Así, los Encuentros Locales Autoconvocados no son sino un sucedáneo deslavado, un pálido remedo, una realización descafeinada, de la expectativa imposible que el Gobierno sembró y dejó crecer: el momento constituyente.
No son, pues, representativos; pero sí son ejemplares.
Y es que ellos resumen, como en un ejemplo, el destino infortunado y torpe que hasta ahora ha tenido la gestión gubernamental, consistente en alentar las expectativas e inflarlas hasta casi reventar, y solo para descubrir, a poco andar, lo que cualquier observador habría descubierto: que no era posible satisfacerlas del modo en que se había inducido a la gente a desearlas, que la imagen que mediante la exageración, y a veces el silencio, se había dibujado, o se había dejado que la gente dibujara, estaba muy lejos de ser factible y que, entonces, la única forma de salir del paso era mediante sucedáneos, remedos imperfectos y sustitutos que dieran la ilusión que sí, que, por supuesto, los objetivos por fin se habían alcanzado. ¿No parece ser este el destino del programa gubernamental? ¿No es verdad que así como el momento constituyente está sustituido por estos encuentros, así también la gratuidad universal en educación lo será, como era inevitable, por la sustitución parcial de becas y de créditos?
No cabe duda. Los Encuentros Locales Autoconvocados no tiene ningún valor de representación, pero su metodología y el balance que de ellos se hace ejemplifica, como si fuera un psicodrama, el rasgo más marcado de la gestión gubernamental: la desaprensiva capacidad de poner en juego expectativas desmesuradas, la incapacidad artesanal de satisfacerlas y la manera naïve que se emplea para intentar convencer de que se satisficieron.