Jacques Audiard ganó la Palma de Oro de Cannes 2015 con "Dheepan" (inspirada en las Cartas Persas, de Montesquieu), un drama sobre refugiados que pudo ser esa tragedia estremecedora mueve conciencias que nunca falla, que tuviera una familia siria en el centro e incluyera escenas con los horrores de ISIS por ahí.
Pero no.
Audiard, que lleva sus años paseándose por la alfombra roja de uno de los más prestigiosos festivales de buen cine en el mundo, hizo lo que un artista debe hacer: olvidarse de dar lecciones, de ser didáctico y, en cambio, irse a la esencia del asunto, al ser humano que hay tras las bambalinas de este "problema" que tiene con dolor de cabeza a la correcta Europa y a los bien pensantes del mundo civilizado.
En definitiva, eludir fórmulas "resultonas" y, en lugar de ello, hacer ese necesario
zoom back que da perspectiva a un asunto que se llama "inmigración", para que alcancemos a notar que se trata de algo que nos está tocando a todos en el mundo (¡incluyámonos!) y de una manera impensada.
Como para no distraer, esto arranca en Sri Lanka, tras la guerra civil (Audiard confesó que antes de hacer la película ni siquiera podía señalar en qué lugar del mapa se situaba).
Y parte con una secuencia precisa y potente: Dheepan, un guerrero tamil, que acaba de ver morir a su familia (como muchos otros), se desprende rápidamente de su uniforme y se mezcla entre la angustiada multitud que espera ser aceptada por funcionarios internacionales como refugiados y huir de allí antes de que resulte letal.
En una escena caótica, una mujer, Yalini, va de tienda en tienda -allí están las personas esperando su sino- buscando a una niña sin madre. Es que la oferta, en este caso de Francia, es acoger prioritariamente a familias. Así, Dheepan, Yalini y una niña llamada Illayaal, que ha perdido a sus padres, improvisadamente se presentan como tal y consiguen salir de ese infierno.
Yalini quiere ir a Inglaterra, no solo porque el inglés es un idioma que hablan, sino porque allí tiene familiares. Pero no es cosa de elegir.
En Francia los espera la burocracia
ad hoc para determinar dónde insertar a los asilados: el interrogatorio, el traductor que habla tamil y que (en un aparte) le advierte a Dheepan que se deje del discurso "yo era de una ONG pacifista" porque es "lo que cuentan todos".
El que fuera un poderoso guerrero, se transforma en las calles de París en un vendedor ambulante de baratijas ridículas (elocuente la escena de Dheepan ataviado con un cintillo plástico que se ilumina y otros en las manos ofertándoselos a los transeúntes).
Finalmente la oficina de acogida decide ubicar a esta "familia" en los suburbios de París, devolviéndolos así a la violencia (¿la antesala de su propia historia?), eso sí, una más o menos controlada por "instituciones que (aún) funcionan": son asignados a un barrio dominado por capos de la droga y grupos amenazantes en cada esquina, donde los tiroteos no son extraños.
Dheepan trabaja como conserje, agachando la cabeza y los ojos, intentando ser invisible; Yalini, como doméstica y cuidadora de un anciano que podría ser El Padrino en su última etapa, también en la misma actitud de Dheepan; mientras la niña va a la escuela, el verdadero refugio, el lugar donde puede encontrar la civilización ese inmigrante que huye de una sociedad arrasada e insertarse (aquí las escuelas no están tomadas ni en paro).
Pocas películas han conseguido ser tan precisas y ásperas para hacernos vivir el desesperante callejón sin salida al que llega un ser humano como para dejar todo aquello sobre lo que ha construido su vida, desarraigarse (o sea, cortar sus propias raíces), en un acto instintivo de supervivencia, para lanzarse a la nada, a un albur total, como lo hace "Dheepan". ¿Cuándo se llega a ese punto sin retorno? ¿En qué momento una sociedad se vuelve laxa y permite que se incuben idearios que juegan con la democracia y frivolizan la palabra violencia?
Solo son preguntas incómodas -sin respuestas- que nos lanza Audiard a nuestras confortables butacas.
"Dheepan" no es para compadecernos de los refugiados (el desenlace lo confirma). Suena más bien a un inquietante toquecito en el hombro a los que recibimos inmigrantes y estamos seguros de que nuestras sociedades están muy lejos de llegar a esos niveles de desintegración, porque el contrato social está intacto y nuestra democracia no está en jaque.
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