Vivir una experiencia y ser incapaz de ponerla en palabras es la maldición de un columnista. Es lo que me sucede después de haber pasado diez días en Israel. ¿Por qué ir a Israel?, me preguntaban mis amigos: porque quiero ver con mis propios ojos, respondía, el lugar donde se gestó la civilización de la que me siento parte.
La palabra que primero me brota es desmesura. Partamos con el territorio. Este es desproporcionadamente pequeño, sobre todo para quien viene del Nuevo Mundo. Lo supera, y con creces, la Región del Maule. Su geografía es exagerada por lo hostil, lo seca, lo polvorienta, lo que permite aquilatar el gigantesco esfuerzo envuelto en la sobrevivencia de los humanos en estas tierras.
Su historia también es excesiva. Aquí estuvieron y se superpusieron todas las civilizaciones del mundo antiguo: egipcios, babilonios, asirios, nabateos, griegos, romanos, persas. Esto explica por qué, mientras los europeos eran aún bárbaros analfabetos, aquí se escribía la Biblia, el más bello, complejo e influyente libro jamás escrito; o que mientras Londres aún era un pantano, aquí se levantara Jerusalén.
Es desmesurada en su religiosidad. Aquí nacieron las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. En largos períodos de la historia han convivido pacíficamente, y en otros se han enfrentado cruelmente, pero no se han anulado ni perdido vitalidad. La religiosidad se observa por igual en los sectores humildes o iletrados -cuestión que a uno le parece hasta normal-, y en los grupos pudientes y educados. De aquí nacen también los conflictos que desgarran a esta tierra, los que se despliegan no solamente entre las tres religiones monoteístas, sino además en el seno de ellas. Así ocurre al interior del islamismo, donde el enfrentamiento entre chiitas y sunitas ha terminado por pulverizar a Siria e Irak. Es, asimismo, la amenaza que se cierne sobre la sociedad israelita por la creciente influencia de los judíos ultraortodoxos.
Israel, como nación, es fruto de una ambición desmesurada, muy propia del siglo pasado. Fue creada para acoger a un pueblo que por más de dos mil años careció de geografía, y preservó su identidad exclusivamente sobre el territorio de la palabra. Surge de un movimiento, el sionismo, que a fines del siglo 19 se planteó que si los judíos querían evitar su desaparición por efectos de la asimilación o de la masacre, debían volver a Palestina, la "Tierra Prometida". Lo cual dio lugar al experimento político más impresionante del siglo 20: la colonización judía y la creación de un Estado de facto en Palestina, financiado privadamente; la recuperación de un idioma, el hebreo, que nadie hablaba desde hacía más de dos siglos; la instauración de un Estado en forma en 1948, cuando Israel declara su independencia; la acogida de las víctimas del Holocausto, que llevó a la joven nación a duplicar su población en diez años; luego la multiplicación de su territorio con la Guerra de los Seis Días de 1967; y en años más recientes, la recepción de millones de judíos rusos y sefardíes provenientes del norte de África, lo que ha cambiado la demografía del país. Proceso que fue de la mano de la expulsión de cientos de miles de palestinos que poblaban esta tierra, y la imposición sin concesiones de la hegemonía judía, lo que da origen al profundo y a menudo sangriento conflicto entre Israel y los palestinos que viven dentro y fuera de su territorio.
Como afirma el escritor israelí Ari Shavit, Israel no ofrece "seguridad, ni bienestar, ni paz mental" -esto es, nada de esa mesura que corrientemente buscamos-; solo ofrece "la intensidad de una vida al límite". Esto mismo vale para Palestina y todo el Medio Oriente. Por ello es que este territorio, como ha sucedido por tres mil años, sigue concentrando los dilemas más profundos y trágicos de la humanidad.