Uno de los rasgos más llamativos de la querella presentada contra la revista Qué Pasa ha sido el intento de distinguir entre la ciudadana Michelle Bachelet, por una parte, y el cargo de Presidenta de la República, por la otra.
La querella habría sido -se ha dicho- presentada por la ciudadana y no por la Presidenta.
La distinción tendría un objetivo aparentemente razonable: poner de manifiesto que, frente a la maledicencia, ella está tan herida en su honra como lo estaría cualquier hijo de vecino. Ella no se sentiría dañada como Presidenta, sino como persona común y corriente, y en este último carácter habría recurrido a los tribunales.
Suena bien.
Pero no está bien.
Y no está bien por dos razones.
La más obvia es jurídica.
Como el cargo de Presidenta de la República y los deberes que impone son del máximo interés público, de ahí se sigue que quien ejerce ese cargo posee un umbral de protección frente al escrutinio de la prensa, o incluso la maledicencia de las personas, que es más débil que el que tiene un ciudadano común y corriente. Como cualquier abogado sabe, quien ejerce un cargo público está menos protegido frente a la prensa que un ciudadano.
Así, entonces, cuando la Presidenta pretende que su querella contra los periodistas es la de una simple ciudadana, aparece pretendiendo un umbral de protección mayor al que, en razón de su cargo, está sometida. Así, lo que pudo ser un gesto de sencillez -decir que no actúa como Presidenta, sino como ciudadana- acaba siendo, objetivamente, una estrategia de protección. Pero eso no es aceptable: la Presidenta no puede esgrimir (como lo hizo) su carácter de ciudadana cercana y empática para obtener el poder presidencial, y luego (como se la hace aparecer hoy) esgrimir ese mismo carácter para evitar las servidumbres que ese poder le impone.
La otra razón es política.
Al invocar una condición de mera ciudadana, la Presidenta hace un esfuerzo por reverdecer el atributo que ha caracterizado su vida pública: su espontánea capacidad de sintonizar con las audiencias, su comportamiento de persona de a pie, ese talante que justamente por no presumir de aura alguna, la tenía. Pero ese hechizo -como las encuestas lo ponen de manifiesto- se deshizo. Y se esfumó como consecuencia del mismo caso al que pertenecen las declaraciones que la enardecieron y por la publicación de las cuales ahora se querella. La situación entonces no puede ser peor. La querella, en vez de apagar el fuego de Caval, lo sopla y lo atiza: mantiene en la esfera pública, a disposición de las audiencias y de la ciudadanía de a pie, impidiendo se le olvide o se desvanezca, el mismo caso que ha erosionado su prestigio y que con esta querella intentó absurdamente contener.
Es difícil imaginar un asunto con peores pérdidas para todos los partícipes -los querellantes, los querellados, los testigos, las instituciones- que el caso que ahora se inicia.
Una Presidenta atada, mientras dure el proceso judicial, al caso que la atormenta ya más de un año; periodistas describiendo en estrados el proceso de edición y contribuyendo así a que se someta su oficio, hasta hace poco orgulloso, al escrutinio judicial; ministros testificando obligados -era que no- las emociones presidenciales; preferencias políticas y editoriales, código penal en la mano, revisadas por un juez; una querella contra periodistas interpuesta con el pretexto de proteger la verdadera libertad de expresión; Chile, en fin, expuesto ante la comunidad internacional, la Sociedad Interamericana de la Prensa y la Relatoría de la Libertad de Expresión, como un país alérgico a la libertad de prensa, dando pretextos fáciles para que se le compare tontamente con la Argentina de Kichner o el Ecuador de Correa.
No cabe duda.
La estrategia de la querella parece diseñada por un adversario de inteligencia enrevesada que se hubiera propuesto no sacar nunca a la Presidenta de esa arena movediza -el caso Caval- por la vía de convencerla de que está saliendo, mientras al mismo tiempo le sugiere hacer todo lo necesario para hundirse todavía más en ella.