Son los nombres del león y la leona del zoológico Metropolitano que fueron sacrificados para salvar la vida de un joven que ingresó a su jaula con sus facultades mentales perturbadas. La noticia conmocionó a la opinión pública, que comprensiblemente lamentó la pérdida de estos animales. Lo que ya no parece tan comprensible es la insólita furia que se abrió paso por las redes sociales contra la acción de los funcionarios del parque y las voces que clamaron que debió dejarse morir al "loco" a manos de las fieras. No faltó quien sostuviera que si el joven quería suicidarse así, en su derecho estaba.
En réplica se preguntó: ¿se hubieran hecho tales quejas si el afectado no hubiera sido un enfermo mental, sino un niño? Increíblemente a menos de una semana, ese fue el caso que sucedió en el zoológico de Cincinnati, cuando un menor de pocos años cayó en un foso y quedó a merced de un gorila. El personal del establecimiento -al igual que el del zoológico chileno- decidió dispararle al animal para evitar que dañara al niño. También aquí hubo protestas, pero ahora apuntando a la supuesta negligencia de la madre.
Nadie puede dejar de sentir pena, incluso profunda, por la muerte, diríamos trágica, de estos hermosos y apreciados animales que hacían las delicias de las familias que visitan esos lugares de esparcimiento y contacto con la naturaleza. Pero de allí a indignarse porque se haya optado por salvar la vida de personas humanas en una situación de máxima vulnerabilidad, hay un buen trecho. La reacción resulta reveladora de que los movimientos que abogan por un mayor reconocimiento jurídico de los animales, autocalificados como "animalistas", está calando profundo en la cultura contemporánea.
No se trata de lo anecdótico que puede ser una campaña como la que se ha desarrollado en nuestro país para que la ley deje de considerar a los animales como "muebles" y los reconozca como "seres sintientes". Cualquiera que lea el Código Civil verá que esa calificación no tiene nada que ver con lo que es el mobiliario de una casa: sillas, camas, mesas, etc., sino con la simple realidad de que, a diferencia de los inmuebles (bienes raíces), los animales pueden moverse de un lugar a otro, y por eso se les incluye dentro de los bienes muebles, tal como un pagaré, un automóvil, una bicicleta y hasta la dichosa retroexcavadora tan famosa últimamente.
Lo que el "animalismo" parece perseguir, al menos en sus versiones más radicales, es eliminar la diferencia entre objeto y sujeto de derechos. Se pretende echar abajo la distinción cristiana y kantiana entre cosa y persona, según la cual solo esta última, por la dignidad que posee, es un fin en sí misma y no puede ser utilizada solo como medio. Se busca, en cambio, reducir al ser humano a la misma calidad de cosa (valiosa, por cierto) que tienen los animales. Así, en casos difíciles, en los que es necesario optar entre un animal y un ser humano, bien podría elegirse salvar al primero a costa del segundo. Se dirá, por ejemplo, que dos leones son más valiosos que un solo hombre, más encima demente; o que un gorila en peligro de extinción importa más que un niño de corta edad descuidado por su madre. De hecho, Peter Singer, el filósofo australiano defensor de la "liberación animal", mantiene que un chimpancé adulto es más valioso que un niño recién nacido. Lo otro sería "especieísmo", un privilegio arbitrario que atribuyen los humanos a su propia especie. Lo absurdo de estas tesis queda patente cuando se piensa en que, de ser así, deberían prohibirse los insecticidas y sancionarse a los que los usan por genocidio (¿delito de lesa "animalidad"?). Y qué decir de los médicos y sus antibióticos que exterminan sin piedad a esos otros "seres sintientes": las bacterias.
El amor a los animales no puede llevar a deshumanizar a las personas despojándolas de sus derechos fundamentales. Así lo entendieron los tiradores que, seguramente con lágrimas en los ojos, abatieron al Manolo y la Flaca. Nosotros, consternados, recordaremos su sacrificio.