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Cartas
Jueves 12 de mayo de 2016
La Constitución
Solo un legalismo exacerbado puede perder de vista el sentido existencial de la Constitución y entender por ella una norma o ciertos contenidos normativos. La Constitución -y en esto coinciden Aristóteles, Bonald, Savigny y Schmitt- es fundamentalmente la manera en la cual está asentado y constituido un orden político.
En este nivel profundo, resulta claro que la reducción que se hace desde ciertos constitucionalistas -más preocupados del tecnicismo y de la defensa o el avance de intereses- del problema constitucional a un tema de normas y contenidos normativos importa perder de vista el asunto central en disputa.
En un sentido existencial resulta difícilmente negable que Chile cuenta con un orden político asentado y constituido de una cierta manera. En el cambio de ese orden político tienen relevancia las disposiciones normativas, pero su influencia es tenue. ¿Podría pensarse, por ejemplo, dentro del actual contexto, en la aprobación de normas que aboliesen la propiedad privada o la volviesen puramente nominal? Normas así, probablemente, no perderían simplemente su eficacia, haciéndose difícilmente aplicables, sino su significado normativo.
Solo respecto de detalles tienen alcance los juristas. En cambio, alterar la estructura honda del país, su Constitución existencial, requiere un trabajo en otro nivel: una consideración y determinación política del asunto. Se trata de una disputa que opera en la capa tectónica de los grandes símbolos y resortes de la nación, de aquellos elementos que determinan su identidad, autocomprensión, modos de actuar y de entender políticamente.
En esta capa se halla operando un importante contingente de constitucionalistas de izquierda, liderados por un pensador -Fernando Atria- que postula una versión no socialdemócrata, sino que revolucionaria del socialismo. Se trata, por medio de la acción de la política y el Estado, de ir restringiendo la alienación del mercado, desplazarlo continuamente de la vida social, y llegar a la conformación de una comunidad deliberativa en la cual -idealmente- tanto el mercado cuanto el Estado devengan superfluos.
En su inteligente juego, los constitucionalistas de izquierda se desenvuelven, en el nivel formal, como expertos, capaces de iluminar, con sus fallos técnico-jurídicos, el proceso y el diseño normativo; pero además lo hacen en el nivel profundo, como parte comprometida con una visión revolucionaria de la existencia, que busca desencadenar un proceso constituyente en el cual les resulte posible alterar los grandes símbolos y resortes de la nación.
El juego es inteligente, pues opera en las dos capas en las que tiene lugar el debate y, sobre todo, en la más importante de ellas. Al frente, en cambio, predomina la leguleyada de constitucionalistas nerviosos ante los cambios de normas puntuales.
En este contexto, la idea de acudir a la Constitución de 1925 me parece que viene a ser una respuesta discutible en muchos aspectos, pero valiosa en el preciso grado en que ella se sitúa en el nivel profundo de la discusión y permite enfrentar a la izquierda revolucionaria con un pensamiento específicamente político, de talante conservador, en el significado amplio de opuesto a las ideas revolucionarias.
Frente a las abstracciones socialistas de un ser humano y un pueblo progresivamente generosos, el conservadurismo repara en el carácter insoslayablemente dual -público y privado- del ser humano, en su talante problemático, en sus ataduras a contextos tradicionales.
Frente a la idea revolucionaria de una emancipación que se alcanzaría por la vía del desplazamiento del mercado y una deliberación pública cada vez más plena (en la medida en que el egoísmo mercantil va siendo suprimido), el conservadurismo es lúcido respecto de los límites de la racionalidad pública: incluso en la más perfecta deliberación resulta imposible, por principio, atender adecuadamente a la peculiaridad de las situaciones y a la singularidad única de los individuos.
Frente a la búsqueda revolucionaria de un proceso constituyente asambleísta, en el cual, por medio de abstracciones generalizantes, se socavan símbolos y resortes de la nación en los que descansa el poder, el conservadurismo rehabilita la importancia de los aspectos tradicionales y sociológicos del pueblo, de sus características y habitualidades, de la historia y, especialmente, de aquellos momentos en los cuales ha logrado constituirse con eficacia una ordenación estable de las fuerzas del país: primero en 1831 y con la Constitución de 1833, luego con la Constitución de 1925 y su consumación durante el segundo gobierno de Alessandri.
Hugo Herrera
Profesor titular de la Universidad Diego Portales