La discusión por el derecho y por las instituciones es propia de la vida democrática. Y todos sabemos que ese debate no es solo instrumental: nunca da lo mismo que esto o aquello sea regulado así o asá.
Siendo las normas jurídicas efectivamente solo medios, lo que en realidad está en juego es mucho más, es lo de fondo, es lo definitivo: o la naturaleza humana o el artificio ideológico.
¿Sobre qué regulaciones legales, sobre qué instituciones hemos discutido en los últimos dos años? Nada menos que sobre el estatuto de la vida y el derecho a educar; sobre el uso del dinero (tributos, financiamiento electoral, transparencia) y el contenido de las relaciones laborales; sobre la autonomía universitaria y la gratuidad; sobre ficciones jurídicas como el secuestro permanente; sobre la actuación de los síndicos y de los banqueros; sobre mecanismos electorales binominales o proporcionales; sobre instituciones como el Servel, los jueces instructores de causas de derechos humanos, la Fiscalía, el MOP y el Tribunal Constitucional; y, para cerrar el círculo, sobre la Constitución y su eventual reemplazo.
Pero la discusión se hace ardua y casi inútil porque entramos en ella desde perspectivas simplemente irreconciliables. Es duro reconocerlo, es tonto ignorarlo.
Cuando Eduardo Novoa Monreal escribía en marzo de 1972 que el nuestro era "un derecho burgués, que elevó a la categoría de axiomas jurídicos a algunas tesis que no son sino el fruto de la intención de afirmar indefinidamente en el poder al régimen político, social y económico de liberal individualismo", no podía sino concluir -cada vez que no le resultaba una movida de las suyas, de esas maniobras que él mismo llamó resquicios legales- que "no se trata solamente del sistema institucional y jurídico en sí mismo, que teóricamente ofrece la posibilidad de ser modificado conforme a sus propias reglas, sino de las dificultades y obstrucciones que surgen por la disposición práctica y realidad efectiva de tal sistema y, muy principalmente, por el criterio con que es aplicado por los hombres que lo encarnan".
En síntesis, había que cambiar las normas y había que cambiar las instituciones, sin contar ni con las normas ni con las instituciones. Así condujo Novoa Monreal la política jurídica de Allende, enfrentándose con el derecho y con todas las instituciones, en una lucha tan grosera como inútil.
¿La izquierda ha aprendido esa lección? ¿Ha entendido que nunca más debía utilizar a Novoa Monreal en su afán desquiciador de toda juridicidad?
Las pataletas continuas cada vez que el Gobierno y la actual mayoría parlamentaria no logran plasmar algo nuevo indican cómo esta izquierda ha olvidado esa lección o, quizás al revés, cómo ha estudiado de nuevo la misma materia, a pesar de haber reprobado hace más de 40 años a partir de esos conocimientos erróneos.
En efecto, no hay nada más parecido a Novoa Monreal que estas sentencias de "El nuevo modelo", la obra cumbre de los gurús jurídicos de la izquierda.
"¿No hay en el contenido de la Constitución un programa político neoliberal? ¿Es que quienes la escribieron no querían constitucionalizar su proyecto político? ¿No es el catálogo de derechos fundamentales uno esencialmente neoliberal? (...) El fundamento de la necesidad de contar con una nueva Constitución es consecuencia del persistente y efectivo bloqueo ejercido por quienes se oponen a modificar las trampas constitucionales introducidas por la dictadura y que todavía subsisten".
Como dos gotas de agua.
Igual que en 1972-3, lo que está en juego es un derecho al servicio de la naturaleza humana o unas leyes funcionales al artificio ideológico. No hay más.