Los insultos que ha recibido en la Cámara de Diputados Andrónico Luksic -el parlamentario que los profirió, al parecer solo espera la oportunidad para proferirlos de nuevo- merecen una consideración atenta desde el punto de vista público.
Una de las formas de justificar la democracia -o, por ejemplo, las rutinas del Congreso- consiste en sostener que en ella los representantes del pueblo deliberan acerca de lo que favorece el interés común. Por supuesto, cada representante participa en esa deliberación echando mano a sus convicciones; pero todos lo hacen, o se supone que lo hacen, buscando racional e imparcialmente lo que es mejor para la comunidad. Junto a esa tarea deliberativa, los representantes, en especial los diputados, deben fiscalizar la vida del Estado, vigilar que ella discurra por los cauces previstos en la ley.
Ese es el ideal, el principio normativo, que subyace a la democracia.
Pero si los representantes, los diputados o los senadores, en vez de deliberar, en vez de allegar ideas que esclarezcan los problemas, si en lugar de exponer puntos de vista o verificar que el Ejecutivo cumpla la ley, malentienden su tarea y creen que ella consiste en representar las iras y los malestares, justificados o no, del ciudadano común, por la vía de emitir insultos o echar mugre sobre los causantes reales o imaginados de ese malestar, entonces no es Luksic el que resulta dañado o desprestigiado cuando se lo insulta, sino la propia democracia.
Y es que la democracia y la vida cívica requieren un mínimo de virtud o, si se prefiere, el ejercicio de algunas virtudes mínimas, virtudes que parecen menores, pero sin las cuales las virtudes mayores pierden la oportunidad de ser ejercitadas. En uno de sus textos, Cicerón, siguiendo a Aristóteles, se refiere, de paso, a la cortesía, y se pregunta si acaso no es ella una virtud prescindible, uno de esos modales artificiosos y falsos que debieran ser olvidados en favor de otros más importantes y más sinceros, como la veracidad, por ejemplo. Al responder ese problema sugiere que no, porque las virtudes mínimas y puramente formales permiten acceder a las virtudes mayores. Sin esa forma mínima que consiste en tratar a todos de manera uniforme y no agresiva, la justicia en otras esferas de la vida es difícil que pueda ser alcanzada. Si no se enseña a los niños la cortesía, esa virtud puramente formal y de apariencia hipócrita, ¿cómo se les enseñaría más tarde a respetar la dignidad?
Incluso si Luksic ha dado motivos para el enojo ciudadano que el diputado creyó representar, incluso si el poder y el dinero que ha logrado acumular causan irritación, incluso si el caso Caval pareció un abuso, una forma encubierta de tráfico de influencias, incluso si todo eso fuera así, los insultos del diputado estarían fuera de lugar y nada los justificaría. Después de todo, un buen argumento, una opinión bien fundamentada, un punto de vista suficientemente meditado, una crítica amparada en pruebas, puede ser más letal que la simple pedrada de un insulto.
¿Qué cosa -descontado el delirio, el corte de amarras con la realidad- pudo motivar que un diputado de la República creyera que un insulto era una conducta razonable?
Es probable que el diputado esté hechizado por la ilusión de las redes sociales, por la creencia de que las opiniones que circulan en esa red, apretadas en 140 caracteres, son el reflejo fidedigno de la opinión pública y que los aplausos mudos de los tuits o de los posts equivalen a la aprobación racional de la ciudadanía en su conjunto. Se trata de una falacia -tomar la parte de Twitter por el todo de la opinión pública- que parece ser hoy día una de las claves para comprender el estado de la esfera pública. Pero esta falacia arriesga el peligro de transformar a los políticos y a las figuras públicas en sirvientes de una pregunta estúpida: ¿qué quiere Twitter? ¿Qué anhelan las redes sociales que diga?
Lo dramático de este caso es, sin embargo, que Luksic, el sujeto insultado, respondió validando el mismo medio cuyo hechizo, es probable, motivó el insulto que recibió. Se trató de un craso error que solo la impotencia que sintió al ser insultado pudo provocar. Sin embargo, cuando Andrónico Luksic respondió a la agresión usando el lenguaje de las redes, validó a la misma audiencia y al mismo tipo de racionalidad (si puede llamarse racionalidad) que movió al diputado a insultarlo.
Pero la democracia no necesita ni lo uno ni lo otro: ni a un diputado que cree que un insulto hace justicia, ni a la víctima del insulto creyendo que una actitud vulgar en un lenguaje igualmente vulgar, transmitido por medio de YouTube, podría curar la ofensa.