La muerte de Patricio Aylwin, junto con unir a todos en un mismo recuerdo, trajo de vuelta una pregunta que ha sido planteada una y mil veces: ¿en qué consiste exactamente la virtud del político?
Para saberlo es necesario distinguir entre el político ideal y el arquetipo del político. El primero es el político según se estima él debiera ser. El político según se le anhela. El segundo es el político según su ineluctable realidad. El político según se le ve. Al preguntar por la virtud del político se trata de saber no la virtud que él debiera tener, sino la que de hecho exhibe en el conjunto de sus actuaciones.
¿Qué virtud mostró, en los hechos, este ejemplar de político que fue Patricio Aylwin?
Si se atiende a lo que se ha oído por estos días, pareciera que sus virtudes no fueron políticas, sino personales. Fue, se ha dicho, austero, sencillo, modesto, prudente. Pero esas cualidades, que indudablemente él tuvo, no son estrictamente políticas. Ellas las puede exhibir también el odontólogo o el abogado o el jardinero o el clérigo. Identificar las virtudes del político, y Aylwin lo fue en medida excelsa, supone hallar alguna que él hubiera tenido en tanto político, algo que no pueda exhibir como cosa propia el ejecutor de ningún otro oficio o actividad.
¿Hay alguna que la vida política de Patricio Aylwin ponga ante los ojos?
Cuando se mira su vida política -que transitó por el siglo XX y alcanzó a cruzar la esquina donde principia el XXI-, lo que se observa es su particular atención a la realidad, o a lo que él en cada momento estima es la realidad. A veces acierta y otras se equivoca, pero siempre procura acompasar su acción a lo que entiende es la realidad que se despliega ante él. Esa fue su actitud antes del golpe de 1973; esa fue su actitud durante la dictadura; esa fue también su actitud cuando luchó contra ella.
Alerta ante la realidad para conducir sus fuerzas.
El secreto del político (como lo anticipó Spinoza en su ética, insistió Hegel y lo recuerda Ortega una y otra vez) es la capacidad de comprender la necesidad, saber adivinar cuál es la índole de los hechos, tener intuición histórica. Cuando se los comprende, y hasta cierto punto se los acepta, los hechos ya dejan de ser los mismos. Comprendidos por la mente o la intuición del político, pierden su aspecto de causalidad ciega y muda, y se transforman en historia, en una serie de hechos que, comprendidos, logran acompasarse hasta cierto punto con lo que el político persigue y anhela. Ocurre así con el político y la historia lo que ocurre con el individuo y su pasado. Mientras no comprende los hechos que configuran su vida, esos hechos, disfrazados de recuerdos mudos, lo tiranizan, lo hieren y lo conducen. Pero basta que el individuo comprenda lo que le pasó, y pueda narrarlo, para que entonces el pasado deje de teledirigirlo y se convierta en su biografía.
Esa mezcla de comprensión de la necesidad y voluntad de atraparla es lo que subyace en la que quizá sea la frase más famosa de todas cuantas pronunció Patricio Aylwin: hay que hacer justicia en la medida de lo posible.
La frase esconde el mismo punto de vista que Aylwin mantuvo frente a la Constitución de 1980, a la que (con razón) se negaba toda legitimidad. Pero Aylwin, en vez de insistir en la cuestión conceptual de cuán ilegítima debía considerársela, sugirió "aceptarla como un hecho".
Cuando insistió en ambas cosas, Aylwin no estaba ejecutando una renuncia, sino una torsión: al comprender la necesidad (los límites de lo posible, los hechos), la transformaba en historia, en un suceder que, comprendido, ya no sería más el mismo. Y es que los hechos de la vida política no son inmunes a la forma en que se los comprende. La comprensión del político reobra sobre los hechos y, dentro de ciertos límites, los modifica poco a poco. La política se parece en eso a la literatura: su voluntad de narrar la realidad es, en verdad, el intento de modificarla.
Y es que un político no es ni un intelectual ni un santón ni un revolucionario.
Mientras el intelectual deshace los hechos una y otra vez buscando el secreto que ocultan; y el santón se esfuerza por condenarlos cuando no están a la altura de sus anhelos, y el revolucionario se empeña en derogarlos, el político los reconoce con docilidad aparente, pero al reconocerlos comienza a transformarlos.
Esa es la virtud y el límite del político.
Fue la virtud y el límite de Patricio Aylwin.