El polo opuesto de la desprolijidad. De esta conducta que ha llegado a ser corriente en política según hemos sido testigos en los últimos años.
El calificativo desprolijo suele utilizarse para significar descuido, desaplicación, falta de esmero e interés, negligencia, flojera, o en jerga criolla, dejar la "embarrada". Es preocupante su habitualidad, máxime al tratarse de asuntos que afectan a compatriotas.
Que la oposición al Gobierno lo utilice para impugnar no debiera asombrar: "Es poco serio y desprolijo", "a esta hora se improvisa" (Allamand y Larraín). Pero que la propia Nueva Mayoría lo haya reiterado por diferentes motivos es muy mal síntoma.
"Ha habido desprolijidad en algunos nombramientos de las próximas autoridades", reclamó el diputado Andrade antes que comenzara el período. Idéntica protesta y por lo mismo se dijo mediando 2015: "Las desprolijidades se pagan caro... desde ahora las cosas se tienen que hacer de manera distinta" (Quintana y Teillier). Pero las cosas se estaban haciendo peor, porque la acusación apuntó a las reformas estructurales. Sobre la tributaria, varios economistas de gran talla sostuvieron que necesitaba "ajustes", porque su presentación denotaba "desprolijidad en políticas públicas" (De Gregorio y Aninat, entre otros). Hecho reconocido un año después, "esa celeridad en redactar podría haber dejado cosas poco precisas" (M. Jorratt). Obligados a reformar la reforma.
La crítica prosiguió en otro flanco: "El mejor ejemplo es el proyecto de reforma constitucional... son políticas de facilismo, de testimonio e ideología" (J. Correa), al punto de que llegó a advertirse que "el país no resiste un segundo año con desprolijidad e improvisación" (I. Walker). Hasta un ministro en ejercicio reconoció que con tanta reforma educacional "no íbamos a ser capaces de diseñar apropiadamente" (Eyzaguirre). Pero su declaración no espantó a los socios: "Hace rato se venía planteando desde distintos círculos" (Andrade). Es decir, de nada sirvió la advertencia de Walker, porque meses después él mismo calificó de "anomalía histórica" la glosa presupuestaria de gratuidad universitaria, "el emblema de la improvisación y desprolijidad".
Iniciando el 2016, el presidente de la Cámara se lamentó de que "en algunos sectores del Gobierno haya existido falta de prolijidad... se ha fallado en el diseño de políticas públicas" (M. A. Núñez). Por su parte, un analista respetado, gobiernista, aseveró estar impresionado del "poco oficio del Gobierno... improvisación, chapucería, desaciertos" (Navarrete).
Opiniones similares han manifestado parlamentarios del bloque, según consta en la prensa. No obstante, habría que señalarles a ellos y a todos, en realidad, que los proyectos de ley se tramitan en el Congreso y la desprolijidad debiera sindicarse como una responsabilidad compartida.
Más de alguna vez, personas comunes podemos haber incurrido en tamaña falta. Pero que sea corriente en instituciones supremas del Estado, Ejecutivo o Legislativo, es vergonzante. Sin embargo, no incomoda. Corre el tercer año y da lo mismo.
Pero es insostenible y falta de sensatez. Porque disminuir o erradicar la desigualdad -la bandera que agitan- y el progreso general del país no son frases al pasar. Son tareas que obligan a guardar un comportamiento ético, una "constelación de virtudes" al decir de Juan Pablo II: "Laboriosidad, competencia, orden, honestidad, iniciativa, frugalidad, espíritu de servicio... En suma, amor al trabajo bien hecho" (Cepal, visita a Chile).
Sabemos cuán poco significa una cita papal para el Gobierno y su bloque, pero se trata de valores universales y deberes fundamentales para el ejercicio político. De este modo, invocando la sabiduría del ilustre senador Quintana, que esto se "paga caro", me pregunto: ¿Quién pagará y por cuánto tiempo la desprolijidad cometida en la "obra gruesa"? ¿Quién, de verdad, padecerá ese costo?