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Cartas
Domingo 10 de abril de 2016
El costo de la gratuidad
Señor Director:
En carta del martes, Mauricio Bicocca, de la Universidad de los Andes, resalta los costos de proveer una educación superior de calidad y propone que para la asignación de recursos bajo gratuidad "lo más justo sería respetar los aranceles que cada universidad ha asignado a su carrera, conforme al prestigio que aquellas han alcanzado". Si bien compartimos la crítica a la forma en que el Gobierno está asignando los fondos de gratuidad, a lo que agregamos que es nocivo todavía no saber cómo esto funcionará en el mediano plazo, creemos que la propuesta del señor Bicocca es inconveniente.
Primero, cuando el Estado financia gran parte de la educación superior -ya sea en la forma de créditos subsidiados, becas o gratuidad-, los estudiantes, al aportar menos recursos propios, tienden a ser poco sensibles a los precios, lo que permite a las instituciones de educación superior inflar sus aranceles. Esto eleva el costo fiscal de la política y es prudente enfrentarlo: definir los aportes públicos en función de los aranceles actuales es una mala forma de contener las alzas.
Segundo, no es claro cuál es el concepto de "prestigio" al que el señor Bicocca alude, ni es clara la relación entre prestigio y los costos de proveer una carrera. En cualquier caso, creemos que tanto el enfoque de prestigio como el de costos son errados. El de prestigio lo es porque es etéreo. El de costos lo es porque, por sí solo, no considera la producción de valor, social y privado, en la educación superior. Si los costos son elevados y la carrera no aporta nada, ¿por qué podría corresponder al Estado financiarla?
Un mejor criterio es que el Estado asigne recursos a las carreras solo en la medida en que estas aporten suficiente valor a la persona o a la sociedad. El aporte de la educación superior está marcado por los bienes públicos que produce y por la mejora en las oportunidades laborales de los egresados, especialmente dado el carácter fuertemente profesional que caracteriza nuestro sistema terciario. Así, si los egresados de una carrera no encuentran trabajo, esa carrera no debiera financiarse públicamente, a menos que esta exude bienes públicos, y esto con independencia de su costo (y, por cierto, de su arancel actual). En cambio, si una carrera permite a sus egresados una buena inserción laboral, sería razonable asignarle recursos incluso más allá de sus costos, para así fomentar que su matrícula crezca.
Los trabajos de Urzúa (2012) y de Hastings, Neilson y Zimmerman (2013) revelan la gran heterogeneidad en el retorno económico de la educación superior a sus egresados, heterogeneidad que va mucho más allá de las diferencias en los aranceles. Esta evidencia sugiere que debiera ponerse fin al financiamiento público de varios programas de educación superior en Chile. No es tan grave: después de todo, son más de 12 mil, y es difícil pensar que todos sean un aporte. Esto no implica reducir la matrícula, sino promover que esta se redistribuya hacia los programas que más aportan. La crítica obvia es que ello amenazaría programas de investigación valiosos. Probablemente. Pero creemos que a la investigación conviene financiarla directamente, y no pedirles a los estudiantes o a una forma de financiamiento que está diseñada para la docencia que se hagan cargo de ella.
Claudia Allende
Universidad de Columbia
Loreto Cox
MIT y Centro de Estudios Públicos