Desde que se estrenó hace casi 10 años, el Transantiago parece haber vivido en crisis permanente. Su costo para el fisco ha sido de varios miles de millones de dólares, sin que se resuelvan verdaderamente sus problemas, una carga que nunca tuvo el antiguo sistema. Ahora emerge como nueva dificultad el precario estado financiero de las principales empresas del Transantiago -una de ellas tuvo pérdidas por 25 mil millones de pesos el año pasado-, y hay dudas sobre si podrán sostenerse hasta el fin de sus contratos.

Las empresas se quejan de que la excesiva longitud de los recorridos, amén de la congestión, eleva sus costos operacionales. A esto se agrega el alto costo de operación y mantención de flotas de buses articulados en mal estado. Por último, aseguran que la renegociación de contratos -que hizo que la mayor parte de sus ingresos pasaran a depender de los pasajeros transportados y validados- ha resultado en un gran perjuicio por la alta evasión del sistema. Las empresas acusan al Estado por no haber provisto los kilómetros de corredores segregados prometidos, y de que se les impide renovar su flota, pero parecen desconocer su propia responsabilidad en el actual estado de cosas. En efecto, esas empresas no desconocían -dada su procedencia colombiana- las dificultades para extender los corredores segregados. Además, los operadores no han hecho verdaderos esfuerzos para enfrentar la evasión, y pareciera, por momentos, que están a la espera de que el Estado solucione los problemas.

El ministro de Transportes insiste en que el Estado dispone de herramientas para intervenir y administrar una empresa si es que se produjera una crisis que le impida a ese operador seguir prestando el servicio. Una de ellas es la posibilidad de que Metro administre la operación en superficie, lo que fue autorizado el año pasado. Agrega que las empresas en mayores problemas son las que tienen peores estándares de servicio, por lo que enfrentan multas que reducen sus ingresos, ya mermados por la evasión.

Ante esta situación existen voces que sugieren pasar derechamente a un esquema estatal para los buses de superficie, comparando el relativamente buen servicio de Metro con el que provee el actual sistema de buses. Esto ya fue probado parcialmente hace más de medio siglo, con mal resultado. Nada garantiza que Metro pueda extender sus actuales prácticas a la operación de un sistema de transporte en superficie de manera exitosa. El Metro -por la naturaleza de su tecnología- tiene una estructura de control centralizada, mientras que los buses funcionan en unidades que operan independientemente, requiriendo un enfoque distinto. Asimismo, esa empresa no tiene experiencia en el combate a la evasión ni en cómo lidiar con la congestión, dos aspectos gravitantes en la gestión de flotas de buses.

Además, desde un punto de vista estratégico, es peligroso para una ciudad depender de una sola empresa de transporte, sea estatal o privada. Un paro ilegal -pero no sancionado, como ocurre usualmente- causaría un caos muy superior al paro de una sola empresa de buses. También, desde un punto de vista estratégico, sería difícil limitar los costos de semejante empresa. Hasta ahora, Metro se enorgullece de estar en equilibrio o cerca del equilibrio operacional, pero eso ya no sería posible si se integrara con buses de superficie. Lo anterior dificultaría limitar los subsidios al sistema combinado.

Los problemas del transporte siguen siendo complejos, sin que se vea una clara solución. Es necesario continuar con la construcción de corredores segregados, y reducir el uso del automóvil aplicando medidas indirectas. Si se mejorara la calidad del transporte de superficie, esto podría ocurrir. Ojalá que el fin de los contratos con los actuales operadores se transforme en una oportunidad para mejorar un plan de transporte público cuyos malos resultados son responsabilidad, en último término, del Ministerio de Transportes.