La breve visita de Obama y Los Rolling Stones a La Habana ha hecho pensar a muchos que una nueva era se inicia para la isla y sus habitantes. Es otra vez la tarjeta postal que se superpone a la realidad de una Cuba sufriente y estoica. En la década de los 60 fueron los fotogénicos "barbudos", Che y Fidel, rostros oficiales de una tarjeta postal revolucionaria. Ahora son las caras bien afeitadas de Obama, Raúl Castro y Mick Jagger, en un sincretismo "pop" muy propio de nuestro tiempo.
Desde que volví de un intenso viaje de un mes por la isla hace más de un año, me molestan todas las tarjetas postales de Cuba: la de La Bodeguita del Medio, la de un manoseado Che, la de un Fidel endiosado. Como muchos, y por demasiado tiempo, creí que Cuba era el último territorio incólume de los sueños colectivos y la utopía, y que el "bloqueo" explicaba todos los males de ese pueblo jovial.
Un mes en la Cuba real bastaron para que recordara unos versos de Nicolás Guillén dichos en otro contexto, pero completamente vigentes: "Mi patria es dulce por fuera, / y muy amarga por dentro". Fidel tuvo la adhesión y el amor total de su pueblo durante décadas, un pueblo heroico y fiel, pero prefirió sacrificarlo en vez de sacrificar su verdad dogmática, la de un "iluminado". Eso lo reveló de cuerpo entero.
Cuando se derrumba la Unión Soviética, Castro, en vez de dar un giro, deja al pueblo cubano al descampado: fueron décadas de hambre e indignidad, el famoso "período de la excepción", en que las únicas luces que alumbraban una Habana en apagón permanente era la de los grandes hoteles turísticos a los que llegaban en la noche jóvenes de todos las edades y sexos a prostituirse. Así lo describe García Ponte en su libro "La fiesta vigilada". Por eso, me molesta que muchos de mi generación hayamos preferido "romantizar" la Cuba castrista en vez de conocer a fondo su realidad desesperada. ¿Cómo no escuchamos el grito afónico, en sordina, de un pueblo que ya no tenía fuerzas para gritar ni rebelarse?
Por eso para mí los rostros de Cuba no son el de Fidel, ni el de Raúl, ni el de Silvio Rodríguez, ni el de Wendy Guerra -rostros glamorosos-, sino los de Eugenio y Julián, dos hermanos cubanos de sesenta años. Ellos sobrevivieron vendiendo cuadraditos plásticos con improvisados helados -los "durofríos"- hechos en su propia casa y que vendían a los niños a la salida de los colegios. La historia está contada en un libro de la poeta cubana Reina María Rodríguez, "Prosas de La Habana". Una tarde, los inspectores estatales "visitaron" a los dos hermanos y les confiscaron su refrigerador General Electric, "el corazón de aquella casa". El "Gran Hermano", el Estado cubano -que practica un capitalismo monopólico-, no permitió que ellos crearan su microempresa artesanal de sobrevivencia y les requisó su fuente de subsistencia y única herencia familiar. Los vecinos encontraron unos días después a los dos hermanos inmóviles en sus sillones: se habían suicidado con unos "durofríos" hechos con cianuro. La imagen de esos dos ancianos muertos al interior de su propia casa, con la mirada extraviada, es la antipostal de una desolación sin nombre.
Por eso cuando Raúl Castro le pidió a una periodista la lista de los presos políticos para liberarlos, alguien debió decirle que eso era imposible, porque esta lista es demasiado extensa: incluye a todos los cubanos que viven en la isla, prisioneros de un Estado que les ha confiscado los refrigeradores, sus sueños, ilusiones, su presente, su pasado y su futuro.
Más que escuchar la canción "Satisfaction" vociferada por Mick Jagger en su concierto, me interesa mirar a través de los visillos de las casas viejas de La Habana la historia de sus habitantes anónimos, contada por Reina María Rodríguez, en su prosa sutil y desgarrada, negativo de la tarjeta postal de Cuba. Esa Cuba que duele es la que ahora amo. No se aman las tarjetas postales, sino los rostros, con toda su verdad y su dolor.