Comienza el año laboral y nos encontramos con tres noticias de-salentadoras: en primer lugar, se anuncia la construcción de una torre de 18 pisos en el cerro Polanco de Valparaíso, lugar hasta ahora a salvo de la barbarie inmobiliaria y la correspondiente pusilanimidad municipal. El Polanco es un barrio admirado y visitado gracias al singular ascensor del mismo nombre que, a diferencia de los típicos de la ciudad, hace un trayecto vertical que surge del corazón mismo del cerro y emerge en una esbelta torre sobre el horizonte. Es un lugar único y valioso -como todo Valparaíso, en realidad- cuyas condiciones paisajísticas deben ser preservadas de la mejor manera posible para defender la identidad del Puerto. A diez años de la declaratoria de Patrimonio de la Humanidad, el municipio todavía se excusa en que esta no afecta a toda la ciudad, o que el Plan Regulador permite tales evidentes aberraciones, que han traído enorme amargura y sensación de abuso y desigualdad a antiguos residentes en numerosos cerros, impedidos ahora de gozar el lujo históricamente gratuito y colectivo de la vista al mar. Si contamos las disparatadas torres que han surgido en el anfiteatro, estos han sido diez años de mediocridad y ruina paisajística para Valparaíso. Y por ello es necesario interpelar a los responsables.
Luego leemos que la histórica fábrica de paños Bellavista-Tomé está en riesgo de demolición por un proyecto inmobiliario. Una vez más, se trata de un extenso y valioso patrimonio de arquitectura industrial que tiene, además, un rol fundamental en el paisaje y la identidad cultural del lugar donde se emplaza. Se trata de edificios sin la menor protección normativa; es decir, sin condicionar de antemano un eventual negocio inmobiliario; sin exigir de inversionistas y arquitectos el mínimo de rigor profesional y responsabilidad cívica respecto al lugar donde se quiere hacer un negocio. En este caso, al menos, ciudadanos se han organizado en la defensa de este patrimonio, esperando lograr que los edificios sean protegidos.
Por último, vemos con genuino horror el proyecto de una nueva Corte de Apelaciones en la comuna de San Miguel, en Santiago. Se pretende demoler un conjunto de antiguas propiedades, incluido un excelente caserón que, como tantos otros ya desaparecidos, constituye la memoria viva del esplendor arquitectónico y paisajístico que la comuna desarrolló al comenzar el siglo 20. En su reemplazo, se propone construir un edificio en el mediocre estilo arquitectónico que hoy caracteriza al Poder Judicial, que impone a los arquitectos que participan en sus licitaciones públicas el diseño obligatorio de elementos absurdos y de pésimo gusto, como son pórticos y tímpanos infantiles, sobrepuestos a edificios modernos. En este último caso, es especialmente doloroso que sea un poder del Estado, otrora celador de la belleza y la verdad, el que propague la fealdad y la pobreza.