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Cartas
Viernes 04 de marzo de 2016
La Constitución de 1925
Señor Director:
El problema constitucional de hoy puede resumirse en una pregunta: ¿cómo debatir un cambio constitucional bajo las reglas en actual vigencia sin que las minorías tengan un peso excesivo a la hora de imponer sus puntos de vista? Bajo las actuales reglas, las minorías carecen de incentivos para alcanzar un acuerdo. La razón es obvia: si no hay acuerdo, sigue vigente la regla actual. En todo aquello en que la supermayoría no se logre, pervivirá la regla de 1980. Es muy difícil un debate constitucional cuando una de las partes sabe que si su punto de vista no se impone, se mantendrá el statu quo que la favorece y al que adhiere. El otro extremo tampoco parece razonable. Si se abandonan las reglas en actual vigencia y se las sustituye por un debate informal en el que simplemente se procede a agregar demandas o puntos de vista (mediante cabildos u otro mecanismo semejante), se incurre en la tentación de la página en blanco, como si el país careciera de trayectoria en esta materia.
Es ahí cuando adquiere importancia la Constitución de 1925, a la que, hasta antes del golpe, todos reconocían plena legitimidad. Tanto quienes impulsaron el golpe como los que se le resistieron dijeron que lo hacían para defenderla.
¿Qué papel podría cumplir entonces la carta de 1925? ¿Debiera ella, sin más, reemplazar a la de 1980? Por supuesto que no.
Como han sugerido Fernando Atria ("Sobre el problema constitucional y el mecanismo idóneo y pertinente", en Fuentes y Joignant, editores, "La solución constitucional", Catalonia, 2015) y Arturo Fontaine ("¿Por qué no retomar la Constitución del 25?", "El Mercurio", 2 de marzo), podría convenirse que la Constitución de 1925 fuera la regla por defecto, esto es, que allí donde no se alcanzara acuerdo entre las fuerzas políticas, adquiriera vigencia la Carta de 1925. En ese escenario, tanto la minoría como la mayoría -incluso manteniendo los altos quorums previstos por la carta de 1980- tendrían incentivos para alcanzarlo, puesto que la regla por defecto sería, hasta donde eso es posible, neutral en el debate. Así los partícipes del debate deberían abandonar su conducta estratégica y revisar qué de las reglas de estos últimos cuarenta años, incluidas las de la Constitución de 1980, merece la pena y cuáles habría que mejorar.
Como es obvio, no basta que exista un alto quorum para que se favorezcan grandes acuerdos. Se requiere sobre todo que ninguno de los partícipes cuente con ventajas si el acuerdo no se alcanza. Y ello se logra previendo una regla por defecto que todos puedan aceptar. Y ese sería el papel de la Carta de 1925.
Carlos Peña