Posiblemente sea marzo la última oportunidad del Gobierno para enderezar el rumbo. Como se ha anunciado, en las próximas semanas daría las pinceladas finales a su controvertida reforma laboral, la cual, en su forma actual, despierta el rechazo de la oposición, es objetada por importantes senadores oficialistas y -a juzgar por las encuestas- es aprobada por menos de un 30% de la ciudadanía. Pese a una tan poco auspiciosa acogida, hasta ahora el Gobierno no ha logrado desembarazarse de sus compromisos con la izquierda y dar con una solución acorde con la realidad económica y política actual.
La reforma proyectada obedece a la lógica redistribucionista imperante: lo que persigue no es acrecentar la capacidad económica del país, sino combatir la desigualdad. Propone entonces dotar a los sindicatos de un poder cuasi monopólico para exigir sueldos más altos. Inútil ha sido demostrar que esa propuesta, aunque convenga a los sindicatos de la gran minería o la gran industria, probablemente perjudique las oportunidades de empleo de los trabajadores de menores ingresos -independientes, temporeros o directamente cesantes-, eleve el costo de vida y dañe la competitividad de la economía nacional. En su versión actual, el proyecto insiste en prohibir todo reemplazo durante las huelgas, conduce a una sindicalización forzada y abre la puerta a una negociación colectiva más allá del ámbito de la empresa.
Ocurre con la reforma laboral algo semejante a lo de la reforma tributaria. Se nos dijo que pretendía tan solo abolir la rareza del FUT y replicar acá impuestos semejantes a los de los países desarrollados y modernos. Pero, en su versión inicial, elevaba los impuestos a las empresas mucho más allá que eso y solo tras ardua negociación parlamentaria pudo acordarse una fórmula que las deja con una carga tributaria semejante al promedio de la OCDE, pese a que nuestra economía es mucho más débil. Las consecuencias sobre la inversión y el dinamismo económico no se hicieron esperar. También en lo laboral se nos dice que solo se busca poner al día nuestra legislación con las mejores prácticas mundiales, pero la reforma introduce incluso más rigidez que la habitual en varios países europeos.
Chile está creciendo apenas al 2%. Es obvio que la primera prioridad política y económica del Gobierno ha de ser recuperar nuestro dinamismo económico. En las actuales circunstancias del cobre, ello exigirá potenciar otros sectores exportadores de bienes o servicios, que aprovechen las oportunidades de crecimiento que hoy nos brinda el mundo o que nos abre, por ejemplo, el TPP. Para ello será indispensable contar con un mercado laboral flexible, capaz de operar fluidamente la correspondiente reasignación de puestos de trabajo. La reforma laboral milita en la dirección contraria. En marzo veremos.