"Sé que muchos en el mundo dicen que están rezando por nosotros, los parisinos, pero en estos días lo que menos necesitamos es más religión". Este mensaje, emitido por un ciudadano anónimo en su Facebook en las horas posteriores a los atentados de París en noviembre pasado, dio la vuelta al mundo y despertó una adhesión multitudinaria. Pero está errado: para hacer frente al fanatismo terrorista quizás necesitemos más creencias, no menos; y entre ellas, las religiosas.
Los terroristas que han atacado a Europa y Estados Unidos son, en su mayoría, ciudadanos de los mismos países que son objeto de su odio. Descendientes de inmigrantes provenientes del norte de África y el Medio Oriente, habían alcanzado niveles de integración escolar, cultural y laboral muy superiores a los que obtuvieron sus antepasados, y en su mayor parte no hablaban árabe ni eran familiares con el islam. La pregunta pertinente, por lo tanto, es: ¿qué los volcó de pronto a abandonar lo que tenían y entregar sus vidas al islamismo fundamentalista?
Si bien hay causas económicas y sociales -esas que antaño llamábamos "estructurales"- para entender el terrorismo islámico, dice el filósofo e historiador Marcel Gauchet, hay que comprender el fundamentalismo religioso; examinar, en palabras de Pierre Hessner, "las circunstancias que pueden incitar a que la religión no sea el opio que empuja al pueblo a la resignación y a la pasividad, sino el crack que le incita a la violencia apocalíptica".
El fundamentalismo se manifiesta o se ha manifestado en todas las tradiciones religiosas del mundo, en especial en sus períodos de gestación y consolidación. Los primeros católicos, por ejemplo, fueron tachados y tratados como tales por judíos y romanos. Él consiste básicamente en sostener que hay solo una verdad religiosa, la propia; que hay una sola interpretación posible de las leyes o textos sagrados, la de su jerarquía, y en establecer la subordinación de la vida personal y política a las normas prescritas por la religión.
En el caso del islam, este tiene una virulencia particular, dice Gauchet. Como última religión monoteísta, se ve a sí misma como la consumación de una tradición que incluye también al judaísmo y el cristianismo, algo así como su clausura, lo que estimula la competencia y el conflicto con aquellas. Se suma el rechazo a Occidente, que con su ciencia, su mercado, su democracia, su capitalismo, su laicismo, su escepticismo, su tecnología, su hedonismo y su globalización, lo que pretende es sustituir la organización religiosa del mundo por una organización económica, acabando por esta vía con el islam. Cuando el fundamentalismo islámico apela al honor, la gloria y la venganza, lo hace para defenderse de una agresión que busca su extinción. Es lo que le hace atractivo a ojos de esos jóvenes europeos y estadounidenses que se suman al Estado Islámico y al terrorismo: romper con un destino apocalíptico, ampararse en una creencia, y con ello, conseguir reconocimiento, nexos comunitarios, dignidad.
La modernidad identificó el progreso con la sustitución de las creencias por la razón, de las convicciones por el cálculo, de las pasiones por los intereses, de la religión por el laicismo. Pero se ha dado una y mil veces con la puerta en las narices. Antes fueron el fascismo y el comunismo. Ahora es el fundamentalismo islámico, que utiliza este vacío para reclutar a jóvenes europeos y estadounidenses de origen musulmán, confirmando lo que una vez dijera Spinoza: que no se puede vencer una pasión si no es reemplazándola por otra.
El fanatismo es una patología de la creencia, sea religiosa o ideológica. Pero su combate no pasa por terminar con estas, sino por complejizarlas; y por asumir, como escribe Emmanuel Carrère en "El Reino", que "la ilusión no es la fe, como cree Freud, sino lo que hace dudar de ella, como saben los místicos".