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Editorial
Domingo 31 de enero de 2016
Leyes trascendentales
Largamente se ha hablado de la inconveniencia de legislar materias fundamentales bajo este apremio; el reclamo incluso ha desplazado el examen de los contenidos aprobados.
En tiempos legislativos ordinarios resulta inédito el despacho simultáneo, en pocas horas, de leyes de tan calificada importancia como la reforma a la reforma tributaria, la carrera docente, la de partidos políticos, y la que regula las complejas situaciones relativas al financiamiento, la propaganda, las encuestas y las sanciones en lo que es, en la práctica, un nuevo código de la participación política en Chile.
Largamente se ha hablado de la inconveniencia de legislar materias fundamentales bajo este apremio; el reclamo incluso ha desplazado el examen de los contenidos aprobados. Pero, ¿cómo hacerlo si aun los propios legisladores conocieron los compilados de los proyectos mientras almorzaban en pocos minutos para volver a un tráfago incesante entre el pleno y las comisiones? Con todo, la legislación de lo político tiene mucho de razonable. Hay un intento de achicar la desmesura de las campañas; se corrigen portillos indeseables de las precampañas; se provee un cierto financiamiento regular a los partidos; las sanciones a los infractores son endurecidas, y se genera mayor transparencia. Pero, junto con ello, el fin de los aportes de las personas jurídicas es más que discutible, y lo es igualmente extender, por ejemplo, las mismas normas rigoristas de probidad -declaraciones de intereses y patrimonio- a los que sin ser parlamentarios o ministros, sino simples dirigentes, y con variadísimas actividades en el sector privado, verán los mayores engorros y desincentivos para participar en los partidos.
Hay incoherencias manifiestas. Se promueve, por ejemplo, la participación política de las mujeres -y la de los varones ¿qué?-, cuando el desinterés por la política no reconoce sexos; se establece como derecho mínimo de los afiliados pedir y recibir información sobre cualquier asunto del partido político, que no sea reservado o secreto "en virtud de las leyes", lo cual parece pensado para facilitar el espionaje de las estrategias internas de cada colectividad; se dice que todos los órganos del partido deben ser electos democráticamente por el voto de los militantes, para, a renglón seguido, admitir la excepción en favor de quienes se impusieron conservar el sistema indirecto en la elección de sus directivas. En fin, los cambios legislativos orientados a modernizar el procedimiento de constitución para lograr partidos vigorosos se despacharon con un piso irrisorio de 0,25% del electorado de la última elección general de diputados.
Gobiernos regionales: ¿paso adelante?
El estrés legislativo abarca también a otros proyectos que, faltos de reflexión adecuada, pueden generar daños significativos a la coherencia del régimen político. En la comisión de Gobierno Interior del Senado siguió avanzando el proyecto de dividir las atribuciones de los intendentes. La iniciativa del Ejecutivo contempla dos tipos de cargos de gobierno regional. Uno, de rango mayor, denominado "gobernador regional", y elegido por voto popular, y otros designados por el Gobierno, como los intendentes y "delegados" suyos en cada provincia. Es paradójico, pero la autoridad descentralizadora del nuevo esquema, en la práctica, gozaría de menores facultades que los actuales intendentes. Por de pronto, le estaría vedada toda función de gobierno interior, sin tuición sobre la fuerza pública, y con solo los servicios públicos descentralizados bajo su dependencia, que son los menos y los de menor importancia. Los nuevos gobernadores perderían asimismo la facultad de los intendentes para coordinar a los seremis. Si bien tendrán personalidad jurídica propia, y algún grado de presupuesto, únicamente podrán solicitar al Presidente de la República transferencias de competencias de algún servicio público, pero aquel no está obligado a cedérselas. El "delegado provincial" del Ejecutivo retendría en cambio las funciones de gobierno interior, más la coordinación de la mayoría de los servicios públicos clave, un poder real.
¿Es esto lo que se anhela desde hace tanto tiempo? Por de pronto, el aparato burocrático permanecerá igual de frondoso, sin poderse obviar las duplicaciones hoy existentes entre intendentes y gobernadores, ya que estos últimos sobreviven intactos como "delegados". Tampoco se toca la vital asignación de fondos que hoy ejerce la Subsecretaría de Desarrollo Regional. Para cualquier proyecto nuevo, el flamante gobernador estaría obligado a recurrir al Ejecutivo para obtener o complementar sus presupuestos. Sin duda, al convertirse en ley, el proyecto generaría una tensión difícil de soportar: la de un gobernador responsable ante sus electores, pero sin decisión sobre la ejecución del grueso de la inversión pública. ¿Qué se abre, en consecuencia, sino un muro futuro de lamentaciones de unos gobernadores regionales con escasa o nula posibilidad de llevar a cabo los programas con los cuales serán electos?
Son cambios delicados en estructuras que tienen virtualmente dos siglos de aplicación en Chile. En el propósito de atenuar el centralismo, sería fatal un mayor retroceso, y sin ninguna o pocas ventajas. Lo cierto es que el afán de reinventarlo todo, con la mayor premura, puede resultar contrario a lo que se persigue.