Cuando Wanderers estuvo a punto de consagrarse campeón el año pasado, Nicolás Ibáñez, el dueño del club, no estaba en el estadio Elías Figueroa viendo el partido ante Colo Colo. Según la revista Qué Pasa, seguía la fecha final en un televisor instalado en el salón donde se estaba efectuando su matrimonio.
No hay imágenes ni recuerdos del dueño del club porteño gritando su pasión ni luciendo la camiseta de Wanderers. Ni abrazado al loro. Ni entrevistas recordando a los Panzers o a Juanito Olivares o al Choro Robles. Lo que registra la historia es que, entusiasmado por Carlos Bombal y Joaquín Lavín, compró acciones de La Joya del Pacífico y el 2010 se hizo de la propiedad al adquirir el paquete del entonces subsecretario de Minería, Pablo Wagner. Jorge Lafrentz, a quien había conocido en la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibáñez, se hizo cargo de la institución y la Fundación Futuro Valparaíso (FFV) -creada por el propio Ibáñez- incrementó su participación, hasta llegar a tener el 77,25 por ciento de la entidad caturra.
A mediados de año se entusiasmó con la opción de pelear el título, para lo cual repatriaron a Carlos Muñoz y David Pizarro, aun asumiendo que los costos eran muy elevados para el ejercicio financiero de la sociedad anónima. Pero la ambición pudo más, por lo que la actuación del equipo no lo debe haber dejado satisfecho. Mucho menos la de los hinchas en lo que debió ser el último partido de la temporada pasada.
El 25 de diciembre pasado, Ibáñez le comunicó por carta a Lafrentz que FFV "no seguirá prestando ayuda financiera a Santiago Wanderers", y cobra además una deuda de más de mil millones, la que deberá ser cancelada antes del 1 de julio de 2016, reajustada en UF y un 4,5 por ciento anual. Como eso equivale a la quiebra de Wanderers, el empresario hace ver en la misiva que "ante la imposibilidad de pagar esa deuda, la FFV no concurrirá a rescatar financieramente a la institución, por lo que se sumará a la masa acreedora".
No se conocen las razones del desembarco, pero está claro que en la hora del adiós, Nicolás Ibáñez consideró que su inversión era un préstamo, que para recuperarlo no importa cuál será el destino del club y que, en el momento de la quiebra, estará en la fila para rescatar el escaso patrimonio que se recupere. No tengo la certeza de que el empresario haya sido alguna vez fanático caturro, pero sí sé que ningún hincha de corazón actuaría con la frialdad que esa carta del 25 de diciembre denota.
Hay casos -y muchos- de dueños de clubes que no fueron hinchas del equipo que regentaban en el actual sistema. Y que esa es una de las falencias fundamentales de una reforma que no contempló ninguna participación de los socios o simpatizantes en las decisiones de la institución. En una industria que hoy dice costar miles de millones de dólares, cuesta entender la sorpresiva contracción de la actividad, que tiene a todos los clubes -incluyendo los que irán a Copa Libertadores- revisando el mesón de los saldos y retazos para configurar sus planteles, en un claro indicio de que el nivel de la competencia interna seguirá deteriorándose.
Lo de Wanderers puede ser solo un acto empresarial doloroso y cruel con el club más antiguo de nuestro profesionalismo. Irreparable si se llega -como pronostica Ibáñez- a la quiebra. O también un síntoma de que muchos de los que llegaron lo hicieron para lucrar fácilmente o ganar protagonismo público. Una señal más para revisar a fondo un sistema que cojea en muchas partes. Y que hoy tiene a 32 propietarios de clubes esperando el maná que debería caer del CDF, con un producto depreciado y con la certeza de que bastaban unos pocos pillos para ser defraudados en sus propias narices, por más talento que tengan para olfatear el dinero.